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Así lucha una maestra para que los niños venezolanos estudien en una comunidad wayuu

Georgina Deluque dirige el el único centro enfocado en etnoeducación en Paraguachón, una localidad de Maicao. | Por: DIANA REY


Para llegar a la escuela etnoeducativa Maimajashai –que significa tierra de arena en wayuunaiki– ubicada en una localidad de Maicao (La Guajira), niños venezolanos atraviesan hasta cuatro kilómetros de caminos inhóspitos que antes solo recorrían, de vez en cuando, las vacas y los chivos. Otros pequeños llegan en motos que transportan a más de cuatro personas y algunos han cruzado la frontera en medio de temidos tiroteos entre las bandas criminales de la zona. Aun así, los niños llegan sin falta a estudiar.

“Cuando vi todo lo que hacían los venezolanos por estudiar en Colombia entendí la magnitud de la crisis de ese país y la importancia de nuestra labor”, dice Georgina Deluque, la directora del centro etnoeducativo número 6, que tiene cinco sedes en Paraguachón, en el municipio Maicao, incluida Maimajashai. Georgina, de padre wayuu y madre costeña, fue una de las primeras maestras en el país que recibió a niños venezolanos cuando el Ministerio de Educación todavía no se pronunciaba al respecto.

“Nosotros recibimos a un par de venezolanos en 2011 sin pensarlo dos veces, pues eran wayuu, como casi todos los alumnos”, cuenta Georgina. Antes de ese año, en las sedes del centro etnoeducativo número 6 solo estudiaban niños que vivían en rancherías aledañas a la frontera con Venezuela. Luego, el número de alumnos extranjeros aumentó: “en 2012 llegaron 24 niños venezolanos y en 2013 recibimos 60”.

Incluso, Maimajashai tenía cerca de 50 estudiantes hace tres años y ahora están inscritos más de 300. Aunque eso implica una reactivación de la red escolar en Paraguachón, también significa una carga pesada para el sistema del municipio.  

Por eso, organizaciones como el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados (Acnur), Save The Children, el Programa Mundial de Alimentos y el Consejo Noruego para los Refugiados, entre otras, apoyan a los profesores de Paraguachón.

En Maimajashai, por ejemplo, Acnur construyó dos aulas y un comedor para disminuir el hacinamiento escolar. Sin embargo, aún hacen falta recursos para invertir en infrastructura, contratación de profesores, alimentación y transporte escolar.
 

De acuerdo con cifras de Acnur, en Maicao hay más de 60 mil venezolanos. Esto representa una carga para el municipio, pero también una posibilidad de integración.

Así lucha una maestra para que los niños venezolanos estudien en una comunidad wayuu
Así lucha una maestra para que los niños venezolanos estudien en una comunidad wayuu Para llegar a la escuela etnoeducativa Maimajashai –que significa tierra de arena en wayuunaiki– ubicada en una localidad de Maicao (La Guajira), niños venezolanos atraviesan hasta cuatro kilómetros de caminos inhóspitos que antes solo recorrían, de vez en cuando, las vacas y los chivos. Otros pequeños llegan en motos que transportan a más de cuatro personas y algunos han cruzado la frontera en medio de temidos tiroteos entre las bandas criminales de la zona. Aun así, los niños llegan sin falta a estudiar.

Los profesores del centro etnoeducativo en Paraguachón identifican el hacinamiento y la atención psicosocial como algunas de sus necesidades más urgentes al atender a los estudiantes.  |© Diana Rey

Hasta que Georgina y los profesores de las escuelas viajaron a Venezuela no entendieron por qué las familias venezolanas preferían caminar kilómetros, atravesar ríos y enfrentarse a la inseguridad de la frontera para llevar a sus hijos a escuelas que ya tenían demasiados estudiantes. “Nos dimos cuenta de que los centros venezolanos se estaban quedando sin maestros y la educación era de menor calidad comparada con la colombiana”, explica Georgina.

Con la profundización de la crisis venezolana aumentaron los niños que solicitan cupo en las escuelas de Paraguachón. “Nosotros no teníamos corazón para negarle estudio a un niño que había pasado por tantas cosas para llegar a la escuela, así fuera wayuu o no, colombiano o venezolano”, asegura Georgina, quien siempre soñó convertirse en maestra para transformar la vida de las personas.

El hacinamiento empeoró tanto en las cinco sedes que los habitantes de Paraguachón empezaron a hablar de las ‘trupiaulas’, una palabra que surgió cuando dictaron clases bajo los trupillos, árboles nativos de la región, pues “los salones, habilitados para 25 alumnos, tenían hasta 40 alumnos, y ya no había dónde ubicarlos”. Los pequeños se sentaban en piedras, ramas o en la tierra.

Además, la comunidad colombiana empezó a quejarse y a rechazar la labor de estas escuelas. Pero Georgina, una mujer que solo salió de su natal Maicao para estudiar Educación Especial en Barranquilla, decidió que se enfrentaría a cualquier obstáculo con tal de darle una oportunidad de calidad de vida al mayor número de niños que pudiera.

Para enfrentar el rechazo de la comunidad empezó a organizar encuentros deportivos y culturales donde “los niños bailan joropo, una música que compartimos con los venezolanos, y las familias se conmueven al ver todo lo que las une”. Gracias a las iniciativas de Georgina, y con ayuda de organizaciones no gubernamentales, los alumnos venezolanos se adaptan poco a poco a las escuelas etnoeducativas de Paraguachón.

“Tratamos de superar todos los obstáculos y seguimos teniendo esperanza porque sentimos que los padres y los niños creen en la educación, por eso sortean muchas dificultades para estar acá”, asegura Georgina. La maestra que ya lleva 17 años frente al Centro educativo número 6 agrega que, a pesar del hacinamiento, el rechazo y la falta de recursos “no podemos negarles a los niños su derecho a la educación solo porque tienen otra nacionalidad, eso es casi un delito de lesa humanidad”.

Por: Estefanía Palacios Araújo @palacios_araujo