Las dos cosas que más inquietan a los gobiernos latinoamericanos con respecto al covid-19 son la salud pública y la depresión económica. En salud pública, la coocurrencia de dos o más epidemias se llama sindemia, y es eso lo que ha ocurrido desde que llegó el covid a Colombia. La economía y la salud guardan un pulso delicado en medio de la coincidencia entre ambas epidemias: halar mucho de un lado implica graves afectaciones del otro. Para las mujeres migrantes venezolanas, se siente con mayor gravedad.
Antes del covid-19, la situación de salud de las mujeres migrantes y/o refugiadas ya estaba gravemente afectada por el colapso del sistema de salud venezolano, el resurgimiento de enfermedades infecciosas o transmitidas en la región —como la malaria, la sífilis gestacional y el VIH/SIDA—, las arduas condiciones en las que migran, la violencia de género y los riesgos asociados a los grupos armados y las dinámicas de ilegalidad en la frontera.
La crisis de salud pública y económica que ya vivían los venezolanos dentro y fuera de su país, ha aumentado el porcentaje de informalidad laboral entre la población migrante, que era del 90%, frente a menos de un 60% entre la población colombiana.
El impacto económico del covid-19 ha golpeado particularmente a las mujeres migrantes. Los índices de trabajo remunerado en hogares encabezados por una mujer migrante han caído en un 35%, mientras que, en el caso de hogares encabezados por hombres migrantes, en un 23%. Esto va de la mano con un proceso de precarización laboral que ha incrementado la presencia de mujeres en actividades ilegales o en otras que las ponen ante una constante vulneración de derechos y riesgos contra su salud.
Las mujeres migrantes tienen una alta participación en sectores duramente golpeados por la crisis debido a que les resulta imposible teletrabajar, por los retrasos del gobierno en la reapertura y por ser altamente informales: ventas callejeras, restaurantes, peluquerías, trabajo doméstico, labores de cuidado, trabajo sexual y trabajo de cuidado. Los restaurantes, por ejemplo, que han debido adaptarse a servicios de domicilio, han tenido un desplazamiento hacia la mano de obra masculina.
También el trabajo doméstico —donde hay una sobrerrepresentación femenina y migrante— se destaca por estar desvalorizado, mal remunerado e informalizado. Durante la cuarentena ha habido un incremento en los riesgos de salud para sus trabajadoras, a quienes, en algunos casos, se les ha exigido que trabajen de “puertas adentro” sin garantías de medidas de seguridad. A esto se suman las barreras comunes de la informalidad, como los bajos ingresos, escasos ahorros y falta de acceso a prestaciones o seguridad social.
Si bien el grueso de la población nacional siente el impacto, las diferencias entre nacionales y migrantes radican en factores estructurales que influyen sobre las oportunidades, ayudas del gobierno, conocimiento del sistema de salud, así como la ausencia de elementos protectores y redes de apoyo. Esto crea una población marginalizada, de fuerza de trabajo barata, con menos derechos laborales y falta de cobertura en salud. Además, la estigmatización y la xenofobia se agudizan en situaciones de crisis, por percibirse como una amenaza para la seguridad y como competidores frente a recursos escasos.
La sindemia entre factores económicos, sociales y de salud, ha expuesto a las mujeres migrantes en el ámbito laboral a formas de violencia por parte de múltiples actores —entre ellas redes de trata de personas, narcotráfico y sistemas de esclavitud doméstica— sin contar con sistemas de apoyo. La trata de personas ha venido en aumento entre la población migrante venezolana, pasando de representar el 2.3% en 2015, al 6.2 % en 2018.
Las víctimas, que son captadas con ofertas laborales fraudulentas, son principalmente mujeres usadas con fines de explotación sexual. Así, en la medida en que se ven afectadas las posibilidades económicas de las mujeres, su salud personal y la de aquellos que dependen de sus ingresos, también lo hacen. En un país como Colombia, esto puede ser una sentencia de muerte para las mujeres migrantes.
Ante esta situación, recomendamos que las prioridades estén guiadas por la triada “inclusión, desarrollo y promoción”. Esto incluye impulsar la ciudadanía de la población migrante, que va de la mano con el reconocimiento y apropiación de derechos, y capacitar en perspectiva de género a funcionarios y miembros de la fuerza pública, Migración Colombia y profesionales de la salud.
En salud, apoyar la consolidación de redes de prevención apoyadas en promotoras comunitarias; la investigación y seguimiento de cómo la crisis afecta a las mujeres migrantes para promover proyectos de generación de ingresos con el sector privado que les hagan contraste a focos de vulnerabilidad, y entender que la migración trae consigo desarrollo y que eso es fundamental para detener prejuicios relacionados con la xenofobia. Finalmente, las medidas de reactivación de la economía deben contar con un enfoque de género, teniendo en cuenta sectores feminizados y alternativas para labores de cuidado.
*Catalina Correa es candidata a doctora en Salud Pública y Prevención de la Universidad de Drexel e Isabela Marín es investigadora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
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Por: Catalina e Isabela @ideaspaz