No han sido pocas las veces que un cliente cruza la puerta de El Buscón en Caracas, con una caja en sus brazos, dominado por la zozobra, y se acerca a la mesa de pago para ofrecer lo último que le queda por deshacerse antes de un viaje, algunos con rumbo, otros a la deriva, que los llevará hasta la frontera con Colombia en busca de una vida mejor.
Katyna Henríquez, la socia de esta librería, ha recibido a un número que ya olvidó de migrantes que dejaron la ciudad sin saber si van a volver. Ha visto cómo bibliotecas enteras llegan a El Buscón, cientos de libros que, como sus dueños, cambiaron el rumbo de sus vidas porque se sintieron obligados.
Entre la calle Maury y el Paseo de las Mercedes queda esta sobreviviente a la crisis, con su particularidad intacta: rarezas, ediciones únicas o viejas, libros de segunda. Lectura, Librería Uno, Noctua, Cruz del Sur y, Naciente y Divulgación son ahora tiendas de otros oficios o espacios con una tela blanca que indica que ahí ya no hay nada.
Katyna Hernández, socia de El Buscón. © | Efren Hernández
— ¿Estamos locas? ¿hasta cuándo? — se pregunta Andreína Melo, socia de Sopa de Letras, otra librería sobreviviente anclada entre la Avenida Rafael Rangel Sur y la Calle Altagracia, donde queda la Hacienda La Trinidad, una casona de 450 años de antiguedad y donde cerca funcionaron bodegas industriales donde el tabaco se secaba. Sopa de Letras ocupa una de ellas.
— Pienso que las librerías son un refugio para la gente — reflexiona.
Este ha sido su peor año. Pero eso no ha impedido que los cuenteros narren historias a los más pequeños, ni que se cancelen las charlas de literatura para adultos. Durante las primeras marchas, confiesan ambas mujeres, cerraban sus espacios. Pero no todos los caraqueños salen a las calles por temor al violento régimen, y entonces, las librerías se han convertido en encuentros donde los más pequeños y los que no podrían resistir al enfrentamiento analizan lo que pasa a su alrededor. “Los niños necesitan sus cuentos”.
Las novedades no existen en Venezuela. Y remata Katyna diciendo que si no hay comida mucho menos habrá libros. “Pero la gente desea normalidad, las personas me llaman a preguntar por libros nuevos, aunque sea absurdo pensar que pueden llegar. Quieren normalidad”.
Leer y viajar son acciones parecidas. Los libros que se quedan en El Buscón no pueden ser comprados, pero sí ayudan a solventar los gastos de los herederos: consignaciones que se les hacen a los hermanos, padres o sobrinos de los que dejaron Venezuela.
Arriba, la librería El Buscçon; abajo, fachada y actividades al aire libre en Sopa de letras. ©| Archivo particular
“Pasan tantas cosas en una librería”
Los libreros saben que la mayoría de las veces las personas entran a una librería sin saber qué están buscando. El oficio adopta tintes de adivino, de diagnosticador de esencias. Una vez, durante la presentación de Prisionero Rojo de Iván Simonovis, ocurrió un atentado cerca a El Buscón. Katyna no dudó en relacionar ambas cosas.
Simonovis había pasado sus años en una cárcel y en el libro recopila sus memorias escritas desde ahí. “Siempre he visto a El Buscón como un espacio para hablar del país”, dice Katyna.
Una señora al que el psiquiatra le recomendó visitar más Sopa de Letras o un maníaco depresivo que le pide a Andreína que no le permita comprar tantos libros, sino unos pocos por semana, son algunos de los clientes con los que la librera se ha dado cuenta de una responsabilidad mayor a dar recomendaciones en un país en crisis.
Andreína Melo, socia de Sopa de Letras. © | Archivo particular
Como no hay novedades, Sopa de Letras logró crear una editorial donde lanzaron Hija de revolucionarios (Anagrama) de Laurence Debray con una única edición especial exclusiva para venderse en Venezuela. “Usamos papel bond y una tinta que no es tan buena. Es lo único que hay en estos momentos en el país”.
Amiga del poeta Alberto Barrera Tyszca, pide cada vez que puede que traiga algunos ejemplares de su libro para venderlos en Venezuela. “Le digo que empaque unos en su maleta pero me dice que quiere que su libro no esté solo en mi librería sino en todos lados”, acaba Andreía la frase con risas, y confiesa que también ha recurrido a viajes, como uno de su esposo a Cartagena, donde obligó a toda su familia a meter como pudieran algunos libros para llevar.
Y es que en una librería pasan tantas cosas.
Una vez un cliente encontró una culebra en un poemario de un autor venezolano de los años 20 del siglo XX. Aplastada, desangrada y que simulaba ser un separador muy original en medio de los libros viejos de El Buscón.
— El tipo con una normalidad se acerca y me dice “señora, hay una culebra ahí…” Y se fue.
Por: Proyecto Migración Venezuela @MigraVenezuela