Agustín Ruiz comenzó vendiendo chicha en Cartagena; ahora cursa una carrera técnica en electrónica industrial, que se costeó gracias a la ayuda de sus jefes.
Por Janett Heredia, Periodista Te lo Cuento News
“Aquí, a lo que salga tienes que darle”, le dijo el amigo que lo llevó a Colombia. Con esas palabras retumbando en la cabeza, y en custodia de un recipiente de chicha, comenzó su caminata por las calles de Cartagena de Indias un día de enero de 2018, acabado de llegar de Venezuela.
Ese fue su debut y despedida como vendedor ambulante, porque al final de la extenuante jornada le habían comprado apenas una bebida. Para colmo, había caminado tanto que tuvo que llamar para que lo fueran a buscar porque se encontraba perdido. “¡Qué va –pensó– esto no es lo mío!”.
Pero de brazos cruzados no se iba a quedar, así que los días siguientes siguió caminando, en busca de empleo y al atardecer se instalaba en la pizzería donde trabajaba su amigo para ayudarle. Así aseguraba su comida.
Un día entró a un local cuyo negocio son los sistemas informáticos y sin dudar ofreció sus servicios, ya que cuenta con un título de Técnico Medio en Informática, conferido por la Institución Fe y Alegría, donde años atrás cursó la educación media, en la Paraguaná que lo vio nacer.
Pero en el establecimiento no había vacantes. Sin embargo, un empleado dejó entrever que uno de los socios estaba buscando un técnico en impresoras.
Aunque no tenía tales conocimientos, se entrevistó con él y éste le planteó capacitarlo, pero sin remuneración; solo le daría almuerzo y ayuda de transporte. Si al término de un mes mostraba un desempeño satisfactorio, a partir de entonces comenzaría a devengar 32 mil pesos diarios.
Sin pensarlo dos veces, el aspirante llamó a su amigo y éste le ratificó el apoyo para cubrir sus gastos durante el mes siguiente. Había transcurrido una semana desde su llegada al país. Así empieza la historia del falconiano Agustín Ruiz en Colombia.
Ese no soy yo
Tras la capacitación, inició una relación laboral que se extendió por cuatro años. Pasó luego a trabajar en sociedad con otras personas, con mejoras significativas, siempre buscando la independencia.
Más, en lo personal comenzó a verse afectado por la soledad e incómodo por detalles de convivencia que jamás había sorteado, dado que nunca antes se había apartado de su hogar.
De compartir la vivienda con amigos (dormían cinco en una habitación), había pasado a convivir con una joven venezolana. Pero la relación sufrió un revés y sobrevino la debacle. Y hay que ver las dimensiones colosales que puede adquirir una ruptura conyugal en el contexto de la migración.
Agustín se hundía en un bajón anímico como quien batalla por salir de arena movediza. Las cervezas que otrora le proporcionaban ratos de esparcimiento se convirtieron en un consumo desaforado de alcohol en centros nocturnos que no le dejaba más que dolores de cabeza, tanto por la resaca como por el remordimiento de malgastar el dinero que tanto le costaba ganar.
–“Yo no soy esta persona que estoy viendo ahora”–, se cuestionaba al otro día con la autoestima por el suelo.
Por fortuna, contó a tiempo con el respaldo de los jefes y algunos amigos, incluso con ayuda profesional. De aquel episodio quedó el aprendizaje.
La mejor decisión
Cuando llegó a Cartagena, Agustín llevaba en mente la idea de retomar la universidad pero no tenía recursos para pagar un instituto y, como trabajaba de sol a sol, tampoco disponía de tiempo, pues tendría que destinar a la academia las horas nocturnas que dedicaba a su compañera sentimental.
Ya estabilizado en todos los sentidos, inició una carrera técnica en electrónica industrial. Ahora no solo cuenta con tiempo sino con el apoyo de sus actuales jefes, quienes calificaron su resolución como “una de las mejores decisiones que ha tomado” y en consecuencia le ofrecieron costear el cincuenta por ciento de la inversión que está haciendo.
“La palabra fácil no aplica para el migrante”, asevera. Sale a trabajar a las 8:00 de la mañana. De ahí va directo al tecnológico, a las 6:00 de la tarde y regresa a casa a las 10:00 u 11:00 de la noche, a preparar la cena. Asume el sacrificio consciente de que esta oportunidad es un privilegio que pocos tienen.
Pagar el precio
Oriundo de la llamada “Península de la Amistad”, Agustín hace honor al gentilicio paraguanero cultivando relaciones de trabajo y vecindad sobre la base de los valores que le inculcaron desde pequeño.
Se siente a gusto con la calidez de los cartageneros y agradece cómo sus vecinos lo integran en sus actividades. Al hablar se le escapan el acento y las expresiones de la costa colombiana.
No obstante, la procesión va por dentro: “Vengo de una familia donde la unión siempre prevalece y siento que estoy desperdiciando un tiempo que podría pasar con ellos. Pero todo tiene un precio y me toca pagarlo para construir mi futuro”.
El empeño de Agustín va más allá de alcanzar la independencia económica. Está consciente de que transita por un aprendizaje de vida que lo transformará en mejor persona.