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Magistrado en Venezuela, refugiado en Colombia

Cuando aceptó su nombramiento como miembro del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, como magistrado de la sala de casación civil, Gonzalo Oliveros aceptó también el destierro.

Ese día, el 21 de julio de 2017, la Asamblea Nacional de Venezuela designó a los 33 togados que unas horas después, tras una alocución presidencial, se convertirían en perseguidos de la justicia.

Nicolás Maduro los había declarado culpables del delito de traición a la Patria. Según aseguró el mandatario en un mensaje televisivo, los nuevos reos serían capturados, juzgados por tribunales militares y, sin posibilidad de defensa, pagarían penas de 30 años de cárcel.

A Oliveros no le quedó otro camino que la clandestinidad. Atrás quedó toda una vida en la costa oriental de Venezuela —uno de los sitios más hermosos del país—, a donde había llegado a buscarse un futuro como abogado en 1982. Ahí, de frente al mar, este hombre menudo y alegre hasta en la adversidad había abierto una oficina en Puerto La Cruz y se había incorporado a actividades universitarias y políticas.

Como pudo, con la camisa por fuera, quitándose las gafas por primera vez en décadas y con la barba larga, logró llegar hasta la embajada de Colombia en Caracas. Hacer parte de la máxima instancia judicial era un sueño cumplido tras 36 años de carrera que, sin embargo, duraba apenas unos instantes. La directriz diplomática era precisa y contundente: había que salir cuanto antes del país y pasar de ser magistrado en Venezuela a refugiado en Colombia.

“Maduro nos acusó de traidores. ¿Traidores nosotros que no triangulamos con ningún otro país operaciones comerciales encareciendo productos y permitiendo ganancias indebidas? ¿Nosotros que no manejamos Cadivi ni fijamos precios que imposibilitan a las empresas crecer? Parecía que Maduro le hablaba a un espejo”, dice Gonzalo Oliveros en una columna escrita para un periódico local. 


« Lo cierto es que no solo se ordenó enjuiciarnos por ese delito, por cierto contrariando la sentencia citada de la sala constitucional emitida por los afectados de la decisión de la Asamblea Nacional, sino que adicionalmente se informó que nadie nos defendería, que se bloquearían nuestras cuentas y que se inmovilizarían nuestras propiedades. Todo ello se ejecutó»

Gonzalo Oliveros, refugiado venezolano en Colombia


Antes de salir de su casa, viendo de frente a las mujeres de su familia, Oliveros les había rogado no visitarlo en caso de que fuera capturado. “No quería que ellas repitieran el espectáculo visto tantas veces de damas denigradas por la milicia”. 

“Me decidí por Colombia porque era la manera más rápida y más económica de salir de Venezuela”, relata Oliveros. Así, moviéndose en medio de un ambiente de agitación  por las jornadas de paro que tomaban lugar en Venezuela ese 26 y el 27 de julio, el magistrado llegó hasta San Cristóbal, en la frontera, con la firme convicción de pedir asilo apenas cruzara a territorio colombiano.

El miedo estuvo a punto de hacerlo fracasar. En el Puente Simón Bolívar, a escasos pasos de territorio colombiano, Gonzalo fue detenido por un guardia venezolano que lo interrogó y le pidió abrir la maleta. Sudaba sin comprender cómo lo habían identificado. Pero no era así. La requisa se debió a que no estaba en la fila correcta. “Gracias a Dios no me pidió papeles. Fueron los minutos más largos de mi vida”, relata.

Entonces, para no despertar sospechas, hizo algo intrépido —como él mismo narra desde un mullido sillón de su apartamento en Bogotá— . Abrazó a una mujer desconocida, que caminaba unos pasos adelante. Unas miradas bastaron para que la mujer, colombiana, entendiera de qué se trataba ese inusual gesto de afecto. “Necesitaba que el guardia no creyera que yo iba solo”. Hay lágrimas. “Lo primero que hice fue ir a una iglesia en Villa del Rosario. Ya era libre y solo quería agradecerle a Dios”, asegura.

Lo que siguió después, ya en Bogotá, fue encontrarse con seis o siete de sus compañeros de destierro para tocar las puertas de la Cancillería colombiana. El entonces presidente Juan Manuel Santos les otorgó en tres meses el estatus de refugiados, que comúnmente se demora entre dos y tres años.

“Había voluntad política. Además, nos ayudó el hecho de que en 2017 no había la cantidad de solicitudes de asilo que hay hoy en Colombia”, dice el magistrado explicando el porqué de la rapidez de un trámite que en la actualidad esperan al menos 17 mil migrantes venezolanos.

Desde entonces, lo suyo ha sido la ayuda a sus connacionales. Junto con otros cinco abogados venezolanos, Oliveros fundó la asociación sin ánimo de lucro Asovenezuela para brindar gratuitamente asesoría legal y migratoria a quienes huyen del régimen venezolano. Hace unos días, además, inició la Fundación 2 Países, para promover la paz, la democracia, la libertad y la integración colombo-venezolana.

“Colombia y Venezuela son naciones que están una junto a la otra, pero han permanecido una a espaldas de la otra”, dice Oliveros. Y bota una frase esperanzadora . “Yo soy un soñador permanente. Retornaré a una Venezuela libre, democrática y, sobre todo, nuestra, de los venezolanos. Allá nos veremos”.

Por: Andrés Rosales @Andresiro