La migración venezolana compone un cuadro cotidiano, social, emocional y políticamente explosivo. Cada día asistimos a este paisaje: movilización humana de un territorio separado por la frontera, traspaso por expulsión, huida o esperanza de encontrar otro lugar, expresión sobre la memoria del origen y la identidad, nostalgia del recuerdo y costo emocional de la salida abrupta, con el desarraigo masivo de espacios de vida cotidianos y la interrogación por los extraños que tocan la puerta.
Emigrar acompaña la tensión entre la certeza del anclaje y la incertidumbre hacia lo desconocido. La expulsión de los escenarios vitales entrelaza múltiples razones entre lo individual, familiar y social: agotamiento de opciones económicas para la sobrevivencia, estrategia de protección de la vida ante la amenaza, encontrar garantías de crianza y cuidado para la familia, especialmente los hijos e hijas, y disponer de la tranquilidad emocional que requiere la convivencia.
La decisión de salir implica el acompañamiento o la crítica de cercanos o extraños, de buscar en otro país múltiples e insospechadas estrategias de sobrevivencia. “Migrar es dejar todo para ir a iniciar con casi nada, se queda parte de la familia, los amigos y todos los recuerdos… Con la migración se pierde mucho, pero el ser se endurece para sobrevivir a los obstáculos y rechazos… se siembra en el migrante una tristeza honda y crónica”, se expone en el libro Familias colombianas y migración internacional: entre la distancia y la proximidad.
Zygmunt Bauman dice en Extraños llamando a la puerta que la inmigración irrumpe las certezas de la cotidianidad local y produce una escalada emocional. Esta gira entre un pánico moral —que amenaza el bienestar social— y un llamado a la solidaridad humana —que demanda la dignificación de la vida, independiente del pasaporte y el compromiso político del acogimiento y la protección ante la vulnerabilidad y la vulneración—.
De esta manera, el Estado colombiano asume la responsabilidad del respeto, el reconocimiento, la protección, la defensa y el goce de los derechos humanos más allá de la pertenencia nacional, la condición social, el género, la generación, el color de piel, la orientación sexual y las condiciones culturales y de salud.
Son las voces polifónicas que escuchamos de quienes llegan (los extraños) para entrecruzarse con las de quienes estamos en el lugar de llegada (los establecidos). Es la realidad de un paisaje complejo donde no solamente se movilizan hombres y mujeres.
Hay desplazamientos masivos de diversos grupos familiares impulsados por la obligación de criar, cuidar y proteger aún lejos de sus lugares habituales. También en solitario migran padres y madres dejando a sus hijos e hijas en situación de dependencia, bajo la atención de otros parientes en su lugar de origen.
Es la estampa de una migración forzada que atraviesa el mundo familiar como comunidad imaginada de unidad en copresencia física. Este desenclave familiar en grupo o individual se anuda en la paradoja entre el sacrificio y la resignación de la salida, para legitimar la decisión de enfrentar el desarraigo.
Son razones enunciadas que van más allá del territorio donde se habita, al constituirse en el argumento que soporta y le otorga valor a la diáspora vivida: porque no es lo mismo estar solo que con la familia, por la familia lo que sea y en familia se aguantan los problemas.
El lugar que tiene el referente familiar en los procesos migratorios hace visible la consistencia de los vínculos emocionales y afectivos. Esa familia alimenta y alienta las trayectorias que se transitan en las complejas mudanzas migratorias. Se constriñe o habilita la aceptación emocional de la ausencia de sus espacios de familiaridad. Así lo viven centenares de migrantes globales en general y venezolanos en particular.
El discurso y la realidad familiar que cargan quienes migran desde Venezuela, con sus múltiples argumentos de fuerza, contiene el reconocimiento de un salto a lo desconocido, un abandonarse a la suerte con la incertidumbre de enfrentar nuevas experiencias y la posibilidad de pérdida. También, el descubrir otras opciones de vida.
En esta perspectiva, es importante considerar que la migración transnacional parental o de un integrante de la familia no corresponde a un patrón o modelo establecido. Los cursos de vida familiar e individual expresan y se configuran desde dinámicas particulares: para algunos son dolorosos y traumáticos y para otros se constituyen en oportunidades de vida, sin desconocer el costo derivado del quiebre y la ruptura de sus espacios vitales. Cuestiones que se relacionan con las condiciones de la emigración y la inmigración y la carga emocional del desarraigo, el extrañamiento identitario, la sospecha social y la solidaridad humana.
La consideración respecto a la migración venezolana desde el mundo familiar debe ser enunciada en la conexión entre el contexto donde nos situemos -ya sea como drama humanitario, reclamo a la solidaridad, protección a los extranjeros, problema social para el Estado, dinámica del mercado legal o ilegal y amenaza a la seguridad cotidiana- con el lugar que tiene la familia, independientemente de sus múltiples formas de organización.
Esta es agencia de formación humana, escenario de convivialidad, tejido parental de seguridad y confianza, ámbito de crianza y cuidado y experiencia de construcción de ciudadanía universal.
Por esto, el asunto familia es crucial para la construcción y la responsabilidad social, más allá de las fronteras nacionales, de los señalamientos victimizantes, de la caridad y el asistencialismo. Es el compromiso de dignificar la vida humana.
*Socióloga. Profesora e investigadora jubilada del Departamento de Estudios de Familia de la Universidad de Caldas.
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Por: Proyecto Migración Venezuela @MigraVenezuela