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La dura travesía de un caminante del desierto

Rómulo Roca conoció la fe verdadera en su proceso migratorio
Rómulo Roca conoció la fe verdadera en su proceso migratorio

Rómulo Roca tropezó con la xenofobia, la aporofobia y huyó de gente que le ofrecía negocios ilícitos. En su proceso migratorio conoció la fe verdadera.

Por Janett Heredia – Periodista Te lo Cuento News 

Como caminantes del desierto, que corren hacia un oasis para descubrir luego que se trataba de un espejismo. Así emprendió Rómulo Roca, junto a su cuñado la carrera desde Maturín, estado Monagas, en el oriente venezolano, hasta el Zulia, en el extremo occidental. Ya en La Guajira, atravesaron la frontera rumbo a la ciudad colombiana de Riohacha. Iban tras la promesa de mejores condiciones de vida que el cuñado había visto por Facebook. 

En Riohacha, sin conocer nada ni a nadie, alquilaron una habitación y se dispusieron a buscar el sustento.

¿Por qué la gente se reía cuando ellos les entregaban su hoja de vida?  Al principio no entendían. Al tercer día, cuando los ahorros se esfumaban y el hambre apretaba, comprendieron que las cosas no funcionaban  de esa manera. La calle los esperaba. Así empezó, en marzo de 2018, la historia de Rómulo Roca como migrante. 

Sin vuelta a atrás 

Lo primero que se les ocurrió fue comprar una caja de ajo para venderlo  empacado en bolsitas. El cambio de apariencia tras la primera semana como vendedores bajo el implacable sol fue drástico:  bajaron de peso. Lucían hinchados y barbudos. 

Una amiga lo contactó desde Lima, para que llenara una vacante en un restaurante. Le pagarían el traslado y le darían comida y alojamiento por un mes. Estuvo a punto de aceptar, pero el cuñado, viendo que iba a quedarse solo en Colombia, lo atajó con la coloquial pregunta: “¿Me vas a dejar morir?”. Siguieron vendiendo ajo. 

La semana siguiente, como caído del cielo, recibieron un dinero que les adeudaba un cliente; porque cuando vivía en Maturín, mientras estudiaba en la universidad, Rómulo se rebuscaba como vendedor.

En aquel dinero, el cuñado vio la oportunidad para retornar a Venezuela. Pero Rómulo respondió tajante: “Si quieres te regresas tú”. Así fue.

A la intemperie 

Una noche, al regresar de su jornada, encontró que el dueño de la residencia lo había desalojado de la habitación que tenía rentada para asignarla a una inquilina que ofreció pagar el mes completo y no cuotas de ocho mil pesos diarios, como él pagaba. 

Desde entonces, le tocó dormir en la sala, lidiando con las visitas nocturnas del dueño de casa, incluido un perrito que hacía sus necesidades sobre su bolso.

El tercer día, al caer la tarde, recogió sus cosas y se marchó sin saber a dónde. A su paso por una plaza, viendo que otros acampaban en el lugar, se acomodó en una banca y allí pasó la noche en vela, “tullido” por el frío.

Al día siguiente descubrió una casa donde había un armario con divisiones, donde podía guardar sus pertenencias por 500 pesos diarios. Y al lado, por mil pesos, le facilitaron un baño con un balde de agua. Se aseó y lavó una muda de ropa.

Después de bañarse, lo menos que quería era impregnarse otra vez de ajo; así que decidió vender tinto (café) con un termo por el que pagaba dos mil pesos cada vez que se lo recargaban.

El empleo soñado

Vendiendo café se topó con funcionarios de la Unidad Nacional de Gestión de Riesgos, quienes requerían apoyo para habilitar un puesto de atención donde censarían a la población migrante en el proceso de otorgamiento del Permiso Especial de Permanencia (PEP). 

Se sumó al trabajo y en recompensa le dieron 35 mil pesos por cada jornada, además de almuerzo a la carta en un restaurante. Estaba feliz; pero ese empleo le duró solo tres días, pues el puesto no era permanente.

Con el pago compró unos recipientes térmicos y una carreta que surtió con cigarrillos y confites para seguir la venta en horas nocturnas.

Nadar a contracorriente

De vez en cuando huía de las autoridades, que llegaban a desalojar la plaza. En una de esas huidas, una noche se acomodó en una acera, entre dos locales.

De pronto se encontró nadando entre aguas bravías como las del Mar Caribe, rompiendo en costas monaguenses. Pero era agua dulce. ¿Acaso sería el Río Caroní, que lo arrastraba al encuentro con el imponente Orinoco, en su natal, Puerto Ordaz?

No atinaba a encontrar el origen de aquel caudal. Sus fuerzas se concentraban en dar brazadas para mantenerse a flote. El agua parecía venir del cielo…

¡Con razón! Se trataba de un sueño. Despertó en medio de un torrencial aguacero que empapó sus pertenencias. Inundado por la lluvia y por el llanto, aquella madrugada descargó sus puños contra el piso gritando “¿qué carajo hice para merecer esto?”.

Al amanecer se sacudió “y pa’lante”.

El despegue 

Buscando mejoras, partió a Barranquilla.  Allá diversificó sus oficios. Fue ayudante de albañilería, reciclador y cocinero.

25 mil pesos diarios le pagaban en un restaurante por el trabajo que dos personas habían hecho cobrando 30 mil cada uno. Pudo comprar al fin una colchoneta, pues ya llevaba casi cinco meses durmiendo en el suelo. Ganaba más en la calle, pero a cambio tenía seguridad, techo y comida.

Barranquilla fue su despegue. Comenzó a recuperar peso y a comprar artículos de aseo personal. 

Pasó por un par de restaurantes. Trabajaba fuerte, con temperaturas tan extremas que volvía a casa a media noche directo a la cama, llorando con las manos entumecidas y adoloridas, hasta que el sueño lo vencía.

Un día resolvió irse a Medellín o Bogotá. La primera escala del bus era Cartagena. Estando allí decidió “tantearla” un par de semanas. Y se quedó.

La cuarentena por el Covid 19 lo sorprendió vendiendo panes con un amigo. Luego trabajó en una tienda durante un año. Laboró también como barman en una discoteca y vendió muebles junto con un carpintero.

Como había descubierto que, en su afán por vender algo, vencía la timidez y dejaba de ser un muchacho introvertido, de poco hablar, se dispuso a perfeccionar sus técnicas de venta repasando tutoriales. Hacía un guión, practicaba su discurso frente a un espejo y vestía más formal. Se transformó.

Su reputación de buen vendedor se fue dando a conocer hasta que, en 2.021, fue captado por una óptica donde se desempeña como promotor. 

Ángeles al rescate

Imposible es para él olvidar tantas vivencias que –aunque duras– forjaron su carácter.

Tropezó con la xenofobia, la aporofobia y con gente que le ofrecía negocios ilícitos; pero prefiere recordar a las personas de bien, como aquel barranquillero que guardaba su bolso en Malambo mientras él deambulaba de día y se resguardaba bajo un árbol en la noche. A ese amigo le regaló su termo, para que pudiera conservar el agua hervida a su bebé recién nacido.

En Cartagena llegó a su vida Rosa, una muchacha del Carmen de Bolívar, con quien formó una familia. Y hace cuatro meses nació su hijo Gael David.

La odisea de sus primeros meses como migrante hizo de Rómulo un hombre de fe. “Aprendes a vivir por fe cuando sabes que no tienes nada en la mano, pero terminas creyendo que sí lo vas a tener… estoy viviendo ahorita en una gloria tremenda”.