Por seguridad, Héctor González no puede volver a Venezuela y la tristeza de la separación familiar la mantiene viva como el día que se despidió.
Nora Sánchez – Periodista Te lo Cuento News
Con el duelo a cuestas por el asesinato de sus hijos Eleazar y Antonio de 18 y 16 años de edad en las protestas sociales del 2017 en Venezuela, Héctor González salió de su país ese mismo año, asustado.
Habitante del 23 de enero, una barriada popular caraqueña en la que mandan los colectivos (grupos armados irregulares pro gobierno), Héctor decidió dejar a su familia por miedo a las acciones que los colectivos pudieran ejercer sobre él, dado que sus hijos participaron en las protestas sociales contra el régimen de Nicolás Maduro y la disidencia al gobierno es casi una sentencia de muerte que aplican por sus propios medios estos grupos irregulares.
A sus 52 años de edad, Héctor emprendió solo el viaje hacia la frontera colombo-venezolana, pasó a la ciudad de Cúcuta, Norte de Santander y desde allí comenzó su recorrido caminando hasta Bogotá, fue un viaje de 7 días en el que preservar la vida y sentirse seguro acompañaron su duelo.
Aún brotan lágrimas de sus ojos cuando responde a la interrogante para conocer el por qué salió de Venezuela y la tristeza florece de nuevo en su rostro, pues en Medellín, ciudad donde decidió radicarse. Está sólo, sin su familia, su esposa y la única hija que le quedó, viven en Venezuela, en Petare.
¿Por qué siguen allá? Por la vivienda, por cuidar la casa, Héctor asegura que, si la dejan sola, los colectivos se adueñan del inmueble y para preservar el patrimonio familiar prefiere la distancia, además que desde Colombia puede enviar dinero para que ellas tengan lo necesario.
La tercera ciudad lo enamoró
Al llegar a Colombia, Héctor, de profesión licenciado en Aduanas y con 32 años de trabajo en el Servicio Nacional Integrado de Administración Aduanera y Tributaria (SENIAT), estuvo en Bogotá. La capital del país no le gustó y por recomendación de un amigo decidió irse a Ibagué. Le encantó, pero no encontró trabajo.
Siguiendo recomendaciones de conocidos, emprendió viaje hacia Medellín, ciudad de la que se enamoró sobre todo por su gente y el parecido que tiene con Caracas, la capital de Venezuela.
Trabajó limpiando vidrieras y “haciendo cualquier cosa porque nunca me ha gustado pedir, ni ponerme a vender caramelos, eso no va conmigo, nada de eso, yo tengo que ganarme lo mío bien ganado”, afirma con la fuerza que le dan sus 58 años.
Y en ese buscar ganarse lo suyo, Héctor encontró trabajo vendiendo arepas de chócolo (arepas de maíz dulce), producidas por una empresa, en las afueras de un reconocido supermercado de cadena, allí lo colocaron como vendedor, a los cuatro meses la persona que hacía de parqueo (cuidador de carros en el estacionamiento del supermercado) fue despedido.
Hasta el sol de hoy
Una vez despedido el encargado del parqueo, la supervisora del supermercado, quien ya había conocido a Héctor como vendedor de arepas, le ofreció encargarse del estacionamiento y aunque eso no representaba un ingreso de dinero fijo, él decidió darse la oportunidad y probar, hasta el sol de hoy.
Él vive de lo que las personas le dan como propina, anteriormente trabajaba todos los días, pero junto a un compañero decidieron trabajar día por medio para descansar de la extenuante jornada que hace bajo el sol y la lluvia.
¿A Héctor le alcanza el dinero que recibe?, él levanta los hombros y hace un gesto de indiferencia con sus labios para decirnos “yo no me doy lujos, yo no compro ropa, yo no compro nada, toda mi plata va para Venezuela, para mi esposa y mi hija”, dice nuevamente con lágrimas en los ojos, lo que evidencia su profunda tristeza por la ausencia de los seres amados.
La jornada de trabajo para este venezolano emigrante le puede generar entre 30 o 40 mil pesos diarios (10 dólares aproximadamente), siempre guarda 10 mil pesos (2,5 dólares aproximadamente) para pagar la habitación en la que vive y el resto lo ahorra para enviarlo a su familia, porque la jubilación en Venezuela le alcanza apenas para comprar un kilo de harina de maíz.
Sus días transcurren en la rutina de levantarse, irse a trabajar, regresar a su habitación y en su día libre, cocinar y hablar con su familia varias veces al día.
Héctor disfruta su trabajo, se ha integrado a la sociedad colombiana, destaca la amabilidad del medellinense y aunque ha sentido xenofobia de clientes del supermercado con actitudes groseras, malas palabras y humillaciones, resalta que lo más agradable del parqueo es saludar a las personas, “decirles buenos días”.