Después de vivir tres años en Colombia, Milagro Romero retornó dispuesta a lidiar con las circunstancias que forzaron su partida.
Por Janett Heredia – Periodista Te lo Cuento News
“La trocha estaba ‘full’ de agua, porque estaba lloviendo en ese tiempo”. Era diciembre de 2020 y Milagro Romero tenía que traspasar la frontera a como diera lugar para reunirse con su compañero sentimental, quien un año antes había migrado a Colombia.
Cuatro días tuvo que esperar en un asentamiento campesino en Ureña, en el venezolano estado Táchira, hasta que la furia del río crecido se disipó.
Ya en Cúcuta, reclamó un dinero que le consignaron y siguió su camino rumbo a Santiago de Cali. “No fue muy agradable el viaje. El bus se accidentó, tuvimos que hacer transbordo”.
Su compañero trabajaba como albañil o ayudante de construcción mientras ella comenzó a desempeñar labores domésticas en casas de familia. Así fue adquiriendo una estufa, dos platos, dos vasos, dos tazas… lo esencial.
Con el tiempo la pareja se trasladó al departamento del Cesar y luego a Cartagena de Indias, para compartir con una hija de él y un hijo de ella, respectivamente.
En la ciudad amurallada permanecieron poco más de un año. Allí se dedicaron a vender empanadas, papas, café y hasta hallacas.
El único sinsabor que recuerda de Cartagena fue cuando trabajó como empleada doméstica “en casa de una señora malcriada, durante un año, tres días por semana. Me ‘calé’ su humillación porque mi esposo no tenía trabajo fijo”.
El peso de la nostalgia
En su peregrinar por Colombia, Milagro experimentaba una sensación de fatiga que no encontraba aliviar con el descanso físico. Un malestar que se acrecentaba con la añoranza, sobre todo en temporada navideña, cumpleaños, día de la madre y otras fechas de gran significado.
La idea del retorno se fue tornando casi urgente hasta el pasado diciembre cuando, envuelta en sentimientos encontrados, volvió a fundirse en el abrazo de su familia.
La Valencia que dejó tres años atrás en casi nada cambió durante su ausencia. El suministro de agua a las viviendas según un cronograma, los apagones y las colas para comprar gas. El “toque de queda” al atardecer porque no hay suficiente combustible para restablecer el servicio de transporte urbano todo el día.
En el barrio, el centro de salud sin médico, “porque la doctora cubana renunció y emigró”. La imposibilidad de monitorear su presión arterial, pues tampoco hay tensiómetro.
Algunas plantas secas y electrodomésticos dañados en su casa. –“Nos encontramos bien porque no estamos pagando arriendo, pero la vida aquí está cara. Hay que sobrevivir”–, comenta con aparente resignación.
Pero en medio del depauperado escenario, Milagro advirtió cosas reconfortantes, como el hecho de encontrar a su gato Tomy esperándola aún.
Es que no era solo el gato. Su familia entera aguardaba su regreso desde que se fue; empezando por su madre, Graciela Cruces, con afecciones de salud. En su regazo, Milagro halló el aliciente para armarse de valor y retomar la vida que llevaba.
Los vecinos y otros amigos la han apoyado en su proceso de reinstalación y poco a poco ha establecido, con algunas variaciones, la rutina que llevaba antes de su aventura migratoria.
Ya no dependerá de su antiguo sueldo como empleada administrativa en una universidad. Comenzó a “matar tigres” (hacer trabajos ocasionales).
Agradece las oportunidades y el afecto que le brindaron en Colombia, pero “no hay como estar en tu casa, en tu país. Todo aquí es en dólares, pero paso a paso vamos avanzando”, comenta con el consuelo de estar “limpia” (sin dinero), pero feliz.