En 2015, el Estado alemán acogió aproximadamente a un millón de migrantes de diferentes nacionalidades; en su mayoría sirios y también iraquíes y afganos.
El gobierno de la canciller Angela Merkel asumió una visión solidaria en medio de un contexto europeo desbordado en la cuenca del mediterráneo y un norte impasible ante la crisis migratoria.
Para 2018 había 1.413.127 inmigrantes amparados por la sociedad alemana, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). La mayoría de ellos están en condición de refugiados, lo que les permite acceder al paquete social del Estado.
Cuatro años después -y a pesar de que Alemania es un país con 82.695.000 habitantes, un Ingreso Nacional Bruto (INB) per cápita de 43.490 dólares e importantes necesidades de mano de obra joven- el fenómeno migratorio ha golpeado al Estado.
Por un lado, el ultraderechista Partido Alternativa para Alemania (AfD) se convirtió en la tercera fuerza política del parlamento con un claro discurso antiinmigrante. Y por el otro, el pasado 7 de diciembre Angela Merkel dejó la presidencia de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) por el costo político de la solidaridad.
Si bien la sociedad alemana apoyó la política migratoria en 2015 e incluso la percibió como una oportunidad para obtener los contingentes de mano de obra que requería, con el paso de los años su opinión ha cambiado: la empatía se ha convertido en molestia y la oportunidad en una imposibilidad de integración social.
Las principales causas son la heterogeneidad cultural de la migración -no solo son diferencias lingüísticas y religiosas con los alemanes, sino entre ellos- y los bajos niveles de calificación.
Un carpintero o ebanista en el país germano requiere de mínimo tres años de capacitación para certificarse y poder desempeñar dicho oficio. Los inmigrantes no tienen la formación o no la pueden certificar.
Si bien las diferencias culturales complejizan la integración social, los problemas de inserción laboral son los que han dificultado dicha integración. El público alemán percibe a los migrantes como una población dependiente de la ayuda social y que no hace lo suficiente para revertir su situación.
Al comparar los aprietos que vive Alemania con el fenómeno migratorio colombiano, el impacto en nuestra sociedad podría ser mayor. Colombia es un país con 45.500.000 habitantes y un INB per cápita de 5.830 dólares, según el Banco Mundial. En otras palabras, la mitad de la población alemana con siete veces menos ingresos y enfrentando un fenómeno de casi la misma dimensión -1.046.609 migrantes venezolanos y aproximadamente 400.000 retornados colombianos-.
En el caso alemán, el argumento sentimental y la exaltación de la mano de obra joven jugaron un papel importante durante los primeros momentos de la atención de la crisis migratoria. Pero con el paso del tiempo y ante las dificultades de la integración social, dichos argumentos terminaron alimentando la molestia y desengaño de una sociedad que no veía la migración como un factor de impulso sino como un gasto y sobrecarga del sistema social.
Colombia tiene dos ventajas frente al caso germano. Una, que las diferencias culturales son mínimas. Venezuela y Colombia son países de regiones, los andinos venezolanos son nuestros santandereanos, la hermandad del Caribe comparte la cultura con pequeñas diferencias y los llaneros viven en las dos orillas del Arauca vibrador.
La segunda, que tiene una compleja pero importante experiencia por el manejo de los 7.677.609 desplazados internos (Acnur). Si bien son dos fenómenos diferentes, la capacidad instalada sobre todo en la sociedad civil nos da una ventaja.
El caso alemán nos enseña que no son las capacidades del Estado, sino evitar caer en la trampa del asistencialismo en el manejo del fenómeno migratorio y que la promoción de la inserción laboral es una pieza fundamental para lograr la integración social.
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Por: Proyecto Migración Venezuela @MigraVenezuela