Atroz. Así es la marca del poder sobre la vida y la muerte impresa en la veintena de cuerpos humanos descubiertos a mediados de diciembre a la deriva, entre Venezuela y Trinidad en el Caribe. La reflexión va más allá del impacto visual generado en nuestra psique por la humanidad de estas personas, hinchada y consumida por el agua, la sal y el sol. También sobrepasa nuestra empatía transitoria, con aquellos que quedaron atrás, familiares, amigos, conocidos y coterráneos, en uno y otro país, y a quienes acompañamos moralmente, acaso por algunos instantes, en su duelo. Específicamente, la preocupación se sitúa en cómo el azar de las fronteras, el de haber nacido acá, allá o en otro lugar, es utilizado para justificar el uso fiero, cruel e inhumano de la política sobre aquellos que migran. Un uso injusto y extendido alrededor del mundo.
El reflector se posa sobre un tweet, publicado a las pocas horas de conocerse el naufragio. Periodistas y activistas comenzaban a denunciar, en medio de la opacidad de la información oficial venezolana y trinitaria, que una embarcación sobreocupada a la fuerza con adultos, niños y niñas venezolanos había sido devuelta desde Trinidad. Al parecer, estas personas fueron declaradas irregulares por las autoridades de la isla, por lo que fueron deportadas. El bote no resistió. Sus ocupantes murieron ahogados. Con las primeras imágenes de los cuerpos agolpados en un muelle venezolano, alguien sugirió en un trino que los migrantes eran los propios responsables de su suerte. Su tesis era que el gobierno trinitario tenía la potestad de expulsar a quien quisiera, haciendo uso efectivo de su poder soberano.
La tesis de la autoridad soberana absoluta, la misma que escuda a muchos gobernantes para decidir sobre quiénes viven y quiénes mueren, la norma que define el ordenamiento jurídico internacional contemporáneo, de nuevo irrumpe en el escenario de la política migratoria en el caso venezolano. Esta no es solo la excusa, esta vez escandalosa, del gobierno trinitario para justificar las expulsiones, o la del mismo régimen madurista para señalar como único responsable al dueño de la embarcación naufragada por trata de personas, entre un ya un sinfín de injusticias.
Este también es ardid para que los gobiernos de nuestra región, incluyendo el colombiano, y del mundo en general, mantengan cerrados los pasos oficiales en sus fronteras en medio de la necesidad de movilidad, se blinden militarmente ante los cruces clandestinos y construyan discursos sobre la necesidad de defender la integridad de sus propias poblaciones, antes, durante y, seguramente, después de la pandemia. La ‘Operación Muralla’ en la frontera colombo-venezolana se escuda en una tesis similar. El muro de Trump, los campos de refugiados en Bangladesh, o las operaciones de Frontex en el Egeo, lo hacen igualmente.
Lo que queda es la sensación que atestiguamos una falsa dicotomía, en medio de la gestión de la movilidad humana originada en Venezuela. Somos espectadores de una dualidad ficticia entre gobiernos buenos y malos, entre culpables absolutos y razones humanitarias, moralmente superiores. Al final, el mismo principio justifica las acciones de unos y otros, con diferentes grados de sevicia, o hipocresía, según se requiera. Lo atroz, como los sucesos de Güiria, no es suficiente para replantear el modelo. Propios y extraños, incluso algunos que a diario denuncian los excesos del poder, hacen resonar las campanas de la soberanía como entidad sacra e incuestionable.
Luego de abrazar la soledad de los ciudadanos frente a sus gobernantes, alguien respondió al tweet anterior: ‘nosotros somos todo lo que tenemos’. Esto se refería a los que quieren y pueden migrar. A los que quieren y pueden quedarse. A los que buscan volver y a los que deciden escapar con el último halo de fuerza en sus cuerpos. A los que no rinden su autonomía ante la arbitrariedad de las fronteras. Algunos lograrán su cometido. Pero como en Güiria y más allá, otros estarán sujetos a la máquina soberana. La que rige nuestras vidas por azar, por injusto que esto sea.
* Mauricio Palma es Investigador Doctoral, Universidad de Warwick (Inglaterra).
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Por: Mauricio Palma @xmpalmax