Cuando Jesmary Navas dejó su casa en Barinas (Venezuela) estaba decidida a hacer lo que fuera necesario en Colombia para enviarles dinero a sus dos hijas. Pero nunca se imaginó lo difícil que sería.
Lo intentó todo en Venezuela porque no quería separarse de sus hijas. Cuenta que por los riesgos de su último embarazo tuvo que dejar su trabajo como cajera de un restaurante en Barinas, y desde entonces trabajó como manicurista a domicilio. Pero tampoco le funcionó. “La gente ya no gana para darse lujos, como una manicura. Solamente se puede pensar en los alimentos para los hijos”, señala.
Al comienzo, Jesmary les propuso a sus clientas que armaran grupos de tres o cuatro y se reunieran en una casa. Pero con el tiempo le tocó ceder y moverse para atender a una sola persona, pues pasaban semanas en las que solo tenía trabajo un día. Sus jornadas empezaban con caminatas de dos o tres horas para ir a trabajar por la falta de buses en su ciudad.
La enfermedad de su hija menor, Jesimar, llevó a que finalmente decidiera irse de Venezuela. El año pasado, la niña tuvo una crisis febril y Jesymar tuvo que llevarla al hospital. “No había ni algodón”, recuerda.
A pesar de la escasez de insumos, los médicos lograron conseguir los medicamentos para estabilizarla. Pero su felicidad se terminó cuando vieron que, además del antibiótico, el hospital público le cobraba todos los instrumentos y medicamentos que habían utilizado para atender a su hija. “Yo no pagué nada, porque no tenía dinero. Además, me estaban cobrando los medicamentos que donaba el Ministerio de salud”, admite.
Jesmary se despidió de sus hijas el 10 de febrero. Jaimar, de 7 años, no entendía por qué su mamá se iba de la casa, y del país. Solo lloraba y repetía “mamá, no te vayas, no me dejes sola”. Jesimar, su hija menor de 2 años, se dio cuenta de que su mamá no estaba cuando se despertó a la mañana siguiente. Hoy las cuida una hermana de Jesmary, que a sus 24 años ha tenido que convertirse en la compañía de las niñas.
“Yo no elegí vivir esto; me tocó. Y no es como dice el presidente en Venezuela; que es una moda viajar. Es que la situación del país nos obliga a abandonar a nuestros hijos”, dice mientras hace las cuentas del dinero que debe reunir para conseguir el antibiótico que necesita su hija en Venezuela.
Según la Gran Encuesta Integrada de Hogares, hasta julio de 2018, 364.861 mujeres venezolanas han llegado a Colombia con intención de quedarse
Sin trabajo en Arauca
Jesmary y su hermano decidieron viajar a Colombia en febrero. Salieron desde el estado Apure, por una de las trochas que se despliegan a lo largo de la frontera colombo-venezolana y atravesaron el río Arauca en una canoa. Al pisar tierra colombiana la robaron y le quitaron casi todo el equipaje que traía. Pero el camino apenas empezaba y ese no sería el único robo.
Al llegar a Colombia, su hermano recibió una oferta de trabajo en Venezuela y decidió regresarse. Pero al poco tiempo comprobó, una vez más, que la plata que ganaba en su trabajo como mecánico no le alcanzaba para vivir. “Él ya volvió a cruzar para Colombia. Y ahora está en la zona de la frontera esperando a ver si yo le ayudo con los pasajes para venir, porque allá está muy difícil la situación”, cuenta Jesmary.
Jesmary estuvo casi tres meses en Arauca. Trabajó como manicurista a domicilio, pero cada vez era más difícil encontrar clientes. También vendió tintos en las calles: caminaba 5 o 6 horas para reunir los 5 mil pesos que le quedaban de cada termo de café. Pero rápidamente entendió que en esa ciudad no iba a encontrar un trabajo que le permitiera ganar lo suficiente para mantenerse y enviar dinero a Venezuela.
Aunque no fue rentable económicamente, su estadía en Arauca le sirvió para inscribirse en el censo de Migración Colombia y empezar el proceso para regularizar su situación en Colombia.
Jesmary decidió caminar hasta Bogotá, pues le parecía que en la capital iba a encontrar más opciones de trabajo. “Salí caminando y si pasaba un carro le sacaba la mano, avanzaba un poco, y luego pedía otro aventón”, relata Jesmary.
Cuando Jesmary salió de Venezuela sabía que no la tendría fácil en Colombia, pero no calculó cuántas dificultades tendría que sortear en este país. © MIGUEL GALEZZO | PROYECTO MIGRACIÓN VENEZUELA
Acoso sexual en Fontibón
En Bogotá, un conocido la recibió en su casa, en el sector de Los Laches de la localidad de Santa Fe, centro de la ciudad. “Gracias a él, solo tuve que dormir en la calle un día”, dice.
Su primer trabajo fue en una construcción en Fontibón, en donde buscaban ayudantes. Antes, en Venezuela, Jesmary había alternado su trabajo como manicurista con labores en una obra. Allá pintó paredes, mezcló cemento y pegó ladrillos. Sin saberlo, se preparó para lo que sería su experiencia en Colombia.
El dueño de la obra no le pidió ningún documento y el contrato fue verbal. Acordaron un pago de 50 mil pesos diarios. “Yo hacía de todo un poquito. Primero me tocó hacer aseo y después me pusieron a estucar paredes”, cuenta Jesmary. Todos los días salía de su casa en Los Laches a las 5 de la mañana y regresaba a las 8 de la noche.
Asegura que Jonathan, el jefe de la construcción, trataba mal a los empleados y los obligaba a cumplir con tareas diferentes a las que habían acordado. “Tuve que limpiar pisos con ácido muriático, sin guantes ni tapabocas, porque no me los daban”, recuerda.
Jesmary solo pensaba en que mandaría parte de su primer sueldo a Venezuela para que su hija mayor pudiera volver al colegio, pues tuvo que dejar de ir a clase porque no tenía los zapatos del uniforme ni los útiles escolares.
El día del pago de la quincena todos los trabajadores recibieron su salario, menos Jesmary. Le preguntó a su jefe por su dinero y él le dijo que hiciera un turno adicional al día siguiente, un sábado, para que recibiera el pago completo.
Cuando llegó a trabajar la única persona en la construcción era Jonathan.
“Él estaba solo. Yo le pregunté por los muchachos, porque no escuchaba ruido. No me respondió, cerró la puerta de la bodega y le puso el seguro. Me dijo que si me acostaba con él me pagaba mi sueldo”, relata.
En ese momento Jesmary pensó que la fuerza que usaba para trabajar no le alcanzaría para empujar a ese hombre y escapar. Aprovechó un descuido para romperle el teléfono y alejarse de él, abrió la puerta y salió corriendo.
“Realmente me dio miedo. Cuando salí también me sentí decepcionada, porque me utilizó, me hizo trabajar dos semanas, no me pagó y además quiso hacerme daño”, recalca Jesmary.
Como no conocía las leyes laborales colombianas y aún no había recibido el Permiso Especial de Permanencia (PEP), no lo denunció. Le daba miedo que las autoridades no le creyeran, le echaran la culpa de lo que había pasado o la deportaran a Venezuela.
Según Naciones Unidas, en promedio, 1 de cada 5 mujeres refugiadas o desplazadas en el mundo es víctima de violencia sexual.
Empezar de nuevo en Soacha
Después de quedarse sin trabajo, Jesmary tuvo que irse de la casa de su amigo. En ese momento, una amiga venezolana le propuso compartir un cuarto en otro sector de Santa Fe. “Esa experiencia fue pésima”, asegura Jesmary, porque perdió lo que le había quedado después del primer robo en Arauca. Además, recuerda el miedo que sentía cada vez que salía de la casa y veía a personas que consumían drogas en la calle o a trabajadoras sexuales que buscaban clientes en las aceras.
“Un día salí y la muchacha con la que vivía me llamó. Me dijo que se le había perdido un dinero y que si no le daba 70 mil pesos no me iba a entregar mis cosas”, cuenta. Así se quedó sin su plancha para el pelo, el secador, los esmaltes y todas las herramientas con las que esperaba volver a trabajar como manicurista.
Por esos días se reencontró con una conocida de Venezuela que la recibió en su casa en el municipio de Soacha, cerca de Bogotá. Vive allí desde hace dos meses junto con otras seis personas y tres niños. No paga arriendo, pero sí deben aportar para completar los 200 mil que cuestan los servicios públicos mensualmente. “Aquí he tenido un techo, y gracias a Dios no estoy durmiendo en la calle. Pero realmente sí se me ha hecho difícil conseguir trabajo en esta zona”, dice.
Jesmary trabaja como recicladora. Selecciona material reciclable en una bodega desde las 8 de la mañana hasta las 6 de la tarde, y le pagan 30 mil pesos diarios. Antes, le habían pagado 70 mil pesos por limpiar una casa.
Si logra ganar más de 50 mil pesos, la mitad es para sus hijas en Venezuela y lo demás es para cubrir sus gastos. A pesar de los esfuerzos, lo que envía nunca alcanza para todo lo que necesitan las niñas. Además, su hija menor ha tenido problemas de salud, y cada vez es más complicado conseguir dinero para sus medicamentos.
Como Jesmary, muchos migrantes llegan a Soacha porque les parece un sitio donde pueden conseguir arriendos baratos, pero la mayoría no conoce las dificultades que enfrenta esta población. © GUILLERMO TORRES | SEMANA
Con 533 mil habitantes, según el DANE, pero más de un millón según mediciones locales, Soacha ha recibido históricamente a los desplazados del conflicto armado que llegan de todos los rincones del país. Ahora también han llegado los venezolanos que ven en esta población una opción favorable por el bajo costo de los arriendos, servicios públicos y alimentos. Más de 3.500 familias venezolanas, con un mínimo de tres integrantes, se han registrado en la Alcaldía, y aún no hay claridad acerca de cuántos venezolanos hay en Soacha.
A pesar de todo lo que ha pasado en Colombia, para Jesmary lo más difícil es estar lejos de sus hijas. Dice que nada es suficiente cuando se trata de su familia, pero agradece haber podido mandarles algo de dinero para que, al menos, se alimenten mejor que cuando estaban juntas. No pasa un día sin que extrañe a sus hijas, pero el reencuentro aún no parece cercano. “Traerlas ahorita es imposible porque no tengo estabilidad aquí”, reconoce.
La historia de la familia de esta madre venezolana no es la única. Con el aumento de la migración de venezolanos también son más las mujeres que deben enfrentar riesgos para su seguridad; como la trata de personas, explotación laboral o violencia sexual. Y cada vez son más los niños de una generación que se está criando con abuelos, tíos o cuidadores, porque sus madres deben irse, expulsadas por la precariedad y la escasez, para poder brindar mejores condiciones a sus hijos.
Aunque su experiencia ha sido difícil, Jesmary espera que las cosas empiecen a mejorar. Por ahora, cuenta con que su nuevo trabajo le permita enviar comida para su familia y comprar nuevamente sus herramientas para trabajar como manicurista. “La señora que me contrató ha sido un ángel para mí. En Colombia también hay gente buena””, dice Jesmary mientras sonríe al ver las fotografías de sus hijas.
Por: Sara Prada @pradasaraca