En Colombia, ser mujer, y además migrante, es estar en desventaja dos veces. Sin embargo, el liderazgo e impulso de ellas es una gran oportunidad si se garantizan sus derechos y se potencian sus aportes.
Una noche de junio de 2020, Cristina y Samy tocaron el fondo de la desesperación. Desde que llegaron a Bogotá desde Venezuela, intentaron reunir dinero vendiendo ropa, tinto, dulces. Habían trabajado en restaurantes y como empleadas domésticas. Samy, incluso, se le había medido a empuñar un serrucho en una carpintería. Pero todo parecía insuficiente y precario. Esa noche, sin nada más para comer que una arepa, y en plena pandemia, ambas debieron dormir en la calle.
Aunque excepcional para ellas, Cristina Azar y Samy Natera estaban experimentando la realidad de ser mujeres en Colombia, y además mujeres migrantes. A este grupo poblacional es a uno de los que peor les va en acceso a la mayoría de derechos. Son ellas las más expuestas no solo en lo que tiene que ver con las afectaciones por hechos de violencia de género, sino también en términos laborales. Ahí los datos son alarmantes.
El desempleo es la realidad de tres de cada diez mujeres venezolanas en capacidad de trabajar y la informalidad alcanzó el 91,9 en el primer semestre de 2021, según el informe Dinámicas laborales de las mujeres migrantes venezolanas en Colombia, de Cuso Internacional y el Gobierno de Canadá.
El mismo informe da cuenta de que en esos seis meses las mujeres migrantes vieron reducidos sus ingresos de una manera estrepitosa en términos nominales (-11,1 %) frente al mismo periodo de 2019 y 2020. Las remuneraciones promedio de las mujeres venezolanas fueron las más bajas tanto entre quienes trabajaban por cuenta propia como entre quienes lo hacían bajo un salario. En todo caso, siempre menos que el mínimo.
A ese panorama se suma el de las labores de cuidado, históricamente asignadas a las mujeres. “El 94 % de las venezolanas ocupadas desempeñaba actividades domésticas o de cuidado de menores de manera no remunerada en el hogar; en contraste con el 63 % de los hombres venezolanos ocupados”, asegura el estudio. Además, agrega que mientras los hombres migrantes dedicaron once horas por semana a estas labores, las mujeres venezolanas dedicaron 27 horas.
LAS MUJERES MIGRANTES SUPONEN UNA FUERZA LABORAL EXCEPCIONAL EN EL PAÍS: EL 53 POR CIENTO DE ELLAS ESTÁ EN EDAD DE TRABAJAR.
“Esto indica que la mujer constituye una figura integradora de los vínculos de parentesco, y logra posicionar la institución familiar desde un eje central en las migraciones”, dice Juan Francisco Espinosa, director de Migración Colombia.
Esa noche, viendo los ojos encharcados de su amiga en medio del frío y de una ciudad cerrada y hostil, a Samy se le ocurrió una idea: vender a domicilio comida árabe. “Cristina es venezolana, pero de ascendencia árabe. Su mamá es de Siria”, cuenta hoy Samy, también con los ojos húmedos pero ya no de desesperación sino de esperanza. Ella, de 30 años, y Samy, de 26, son dueñas de Mr. Fill, el emprendimiento que nació esa noche y que no solo las ha puesto frente a cámaras de televisión en Colombia y Estados Unidos, sino que las convirtió además en ícono de resiliencia y empuje femenino.
No en vano aparecen en De nuestra mesa a la suya, cocina fusión, una publicación de Acnur en la que 14 personas refugiadas en América Latina cuentan sus historias a través de la comida. En efecto, las mujeres migrantes son una fuerza colosal y disponible para el país, según demuestra el Observatorio Colombiano de Migración desde Venezuela (OMV), del Departamento Nacional de Planeación.
“Las mujeres migrantes suponen una fuerza laboral excepcional. No solo porque 53 % de cerca de un millón prerregistradas en el Registro Único de Migrantes Venezolanos (RUMV) está en edad de trabajar, es decir entre los 18 y 39 años, sino porque tienden a ser en promedio más calificadas que el promedio de mujeres nacionales”, asegura Laura Jiménez, coordinadora del Observatorio.
Según el OMV, de las mujeres registradas en el Sisbén, el 23,28 % acusó que su último nivel educativo alcanzado fue el de educación superior, entendido como estudios técnicos, tecnológicos, profesionales y posgrados, lo que supone una ventaja incuestionable para el país en términos de educación. Además, y contrario a lo que ocurre en la mayoría de las migraciones masivas del mundo, como la Siria, en Colombia las mujeres migrantes predominan sobre los hombres.
En ese sentido, las mujeres han empezado a fortalecer habilidades individuales y potenciar sus vidas a través de las redes y el trabajo colectivo de las mujeres al servicio comunitario, a juzgar por historias como la de Cristina y Samy. O las de organizaciones como Corpovolven, que trabaja por la protección de los derechos de las mujeres migrantes y de comunidades de acogida; o Fundacolven, que brinda oportunidades de empleo; o Comparte por una vida Colombia, que trabaja por el beneficio mutuo de la población migrante y retornada y la de acogida, en especial joven, para sentar las bases hacia un crecimiento sostenible e inclusivo que ponga fin a los ciclos de pobreza.
Como sea, Colombia tiene hoy la oportunidad de empezar a caminar por el sendero de otras naciones receptoras que han optado por integrar a sus migrantes para acelerar su desarrollo al mismo tiempo que reconocer su humanidad. De eso hablan Cristina y Samy, quienes no solamente están empujando el desarrollo de ellas y sus familias, sino que son para su comunidad, sin duda, un pequeño ‘turbo’ en generación de empleo y disminución de brechas. Y, como si fuera poco, son ellas las que garantizan entornos protectores a quienes generan entornos productivos.
Por: Andrés Rosales @Andresiro