Para llegar a Colombia, Yuli, su esposo y sus dos niños recorrieron casi 500 kilómetros durante varios días. Partieron desde Punto Fijo, estado Falcón, y, tras hacer una escala en el terminal wayuu de Bomba Caribe, en la ciudad de Maracaibo, de donde sale el transporte que cruza a diario la frontera, decidieron subir a un viejo camión 350. Ahí, junto a otros venezolanos, viajaron apiñados y de pie como ganado bajo el inclemente sol.
Antes de cruzar la frontera y llegar a la conocida calle 16 de Maicao soportaron toda suerte de calamidades: el robo de sus pertenencias; sed e insolación en medio del desierto de la Guajira; cobro de tarifas en los puestos de control fronterizo y ‘vacunas’ por parte de grupos ilegales en la trocha El 80.
Una vez en Maicao no sabían a dónde ir, qué hacer o con quién hablar. Tenían sus labios resecos y sus rostros marcados por el hambre. Todo el núcleo familiar quedó atrapado entre el bullicio estresante del tráfico vehicular y el vaivén de la gente que, sumida en sus afanes, apenas notaba la llegada de los forasteros. Era como la una de la tarde.
Esta escena refleja la historia de miles de wayuu venezolanos que diariamente cruzan la frontera para ingresar a Colombia, huyendo de una crisis que los azota hasta la muerte. El hambre y la enfermedad son sus verdugos, sus cuerpos son una radiografía viva que expone severos cuadros de desnutrición, como el caso de Yuli, su esposo Andy y sus dos niños quienes, apenas recuperaron el aliento, caminaron varias cuadras hasta la entrada del Centro de Atención al Migrante y Refugiado de la Pastoral Social en Maicao.
Se les veía exhaustos, las palabras salían de los labios resecos de la mujer de tez blanca cuyo respirar exhalaba soplos de debilidad. Llevaban horas sin comer. En la 16 les habían dicho que “en el refugio los podrían ayudar”. Y una vez allí, a pleno sol, esperaron su turno para entrar.
“Venimos desde Punto Fijo, salimos hace nueve días, nos robaron en el camino nuestras pertenencias y llegamos acá sin ropa y sin nada. Decidimos salir de Venezuela buscando una mejor situación porque allá no hay medicamentos, no hay alimentos, no tenemos cómo sustentarnos y como mi esposo enfermó, nos vimos obligados a salir porque allá no hay tratamiento adecuado para él. Mi esposo padece tuberculosis y los medicamentos allá se habían agotado”, dijo.
«En 190 casas hay 160 familias venezolanas. Hay una cantidad considerable de niños, ancianos y personas con discapacidad. Para dormir, improvisamos camas con cojines de carros que han desarmado en las chatarrerías. Algunos vecinos han forrado su rancho con sacos, bolsas y hasta con latones de carros. Cocinamos con leña. No tenemos baños, nos toca ir al monte. Compramos el agua en camiones cisterna que debemos esperar desde la madrugada»
Leidys Romero
La bendición de Dios
En la periferia de la ciudad de Maicao, a orillas de la carretera que conduce a Paraguachón, a mano derecha se puede observar un asentamiento de pequeños ranchos, unos elaborados con bolsas plásticas, otros con láminas de zinc. También hay casitas forradas con tablas de madera.
La temperatura puede alcanzar unos 39 grados centígrados. Los fuertes vientos veraniegos del desierto guajiro envuelven la barriada con enormes oleadas de arena, hay pocos árboles: apenas unos trupillos pasmados y doblegados por el tiempo.
Sin agua ni electricidad, desde hace un año los actuales habitantes decidieron invadir esos terrenos cansados de dormir en las calles. Se dice que son territorios ancestrales wayuu, otros rumoran que allí “botaban cuerpos de personas asesinadas” o “picaban carros robados desde Venezuela”. Lo cierto es que este grupo de personas tomaron el lugar una noche y al llegar la mañana, hasta un nombre tenía la recién fundada comunidad: La bendición de Dios.
Las principales necesidades de los migrantes al llegar a Colombia son albergue, alimentación y acceso a servicios de salud. La situación de los wayuu las reune todas. | © LEONEL LÓPEZ
Allí cohabitan unas 160 familias, venezolanos en su mayoría, de Maracaibo, Falcón, Aragua, Caracas, Valencia y otras regiones del país vecino, quienes deben sortear a diario las necesidades propias de un sector que apenas nace. En la barriada, una joven morena, Leydis Romero, quien llegó hace poco más de un año con su hijo enfermo del riñón, atiende el llamado de los habitantes de la Bendición de Dios para que asuma como vocera, y empieza a describir las vivencias que a diario les toca afrontar.
Es una paradoja que un lugar llamado La Bendición de Dios muchas de las familias aún no cuentan siquiera con servicio eléctrico.“No contamos con recursos para comprar cables, nos toca pasar la noche a la luz de una vela, son muchas las necesidades que en verdad tenemos. Ojalá las organizaciones de ayuda vengan a visitarnos y vean las condiciones en que vivimos que no son humanas”.
En La Bendición de Dios las familias han improvisado casas, cocinas y baños. Además de los servicios básicos, los habitantes de este lugar tampoco tienen acceso a salud y educación. | © Leonel López
El rancho de José Canache está forrado con bolsa plástica negra y una parte está techado con palmas de coco. Él es la cabeza de una familia donde se observan más niños que adultos. También hay una pareja con un bebé que, a un costado de la humilde recinto, duerme en las noches dentro de una pequeña carpa playera porque no hay espacio para ellos en esa pequeña casita. El hombre llegó hace un año proveniente de Ocumare del Tuy, estado Miranda, aparenta unos 30 años, pero en realidad supera los 40. Es delgado y de piel morena, el sol le ha curtido la piel pues debe caminar mucho durante el día, es vendedor de pan.
“Aquí es fuerte todo. El agua que compramos es salada. El sol y la arena afectan a los niños. En estos terrenos abunda la sarna, el piojo y la garrapata. En esas condiciones vivimos”.
En las improvisadas casas, los habitantes de La Bendición de Dios pasan sus días mientras buscan empleo o alguna actividad que les permita llevar comida a sus familias. | © LEONEL LÓPEZ
Canache ya hace parte del entramado económico de la llamada vitrina comercial de Colombia, entre los cientos de circuitos de actividades basadas en el rebusque o ventas informales que colman las calles 11, 12 y 13 de Maicao. Habla sin rubor alguno y sonriendo acerca de cómo se las arregla a diario para mantener a los suyos vendiendo panes, producto que consigue a través de un crédito que le otorga un panadero de la ciudad.
“Cuando me entregan los panes salgo a venderlos. A diario recorro hasta 14 barrios. Hay mucha competencia porque a Maicao lo mueve el comercio: muchas ventas de agua, de café, se vende de todo. Para poder mantener la familia se deben hacer este tipo de sacrificios. Mis ganancias diarias son de unos 18.000 o 20.000 pesos. Con eso logro sostener a mi familia en lo básico que es la alimentación. Sí se consigue. Trabajando honradamente, vendiendo agua, chicha, panes, logro mantener a mi familia. El que ha venido a trabajar dignamente siempre consigue”, finaliza.
Este crónica fue escrita por uno de los asistentes al Encuentro de comunicación sobre migración mixta, realizado por Acnur y el Proyecto Migración Venezuela en Riohacha, los días 1 de diciembre de 2018 y 9 y 23 de marzo de 2019. El encuentro contó con la tutoría de Jose Guarnizo, editor general de Semana.com
Por: Leonel López