Una colombiana y un venezolano le relataron al Proyecto Migración Venezuela cómo cambiaron sus vidas siete años después de que el régimen de Nicolás Maduro expulsara a centenares de personas y comenzara de esta forma la peor crisis migratoria y diplomática de la historia binacional.
A Bleydis Martelo todavía se le quiebra la voz cuando habla del tema. Hace siete años, tres uniformados venezolanos tumbaron la puerta de su rancho, en un barrio de invasión, la acusaron de ser paramilitar, y la sacaron a empellones hasta que cruzó la frontera, literalmente, con lo que tenía puesto.
Ese día, por fortuna, su esposo, obrero de construcción y su hijo de siete años, estaban en Cúcuta; los llamó desde un celular de minutos, y les pidió que se encontraran en casa de un amigo venezolano que tenía una tienda en el sector de La Parada.
Ese amigo se llama Ramón Manzi, venezolano, comerciante informal, que atendía su negocio y vendía cuanto cachivache podía entre Cúcuta y San Antonio, para ganarse unos pesos y completar lo del arriendo de su casa en Ureña, al otro lado de la frontera.
Comenzó entonces para ambos una crisis sin precedentes. Bleydis, que trabajaba como empleada doméstica por días en Cúcuta y San Antonio del Táchira se quedó sin empleo, y tuvo que empeñar los pocos corotos que salvó el día de la expulsión.
“Lo que más me dolió es que yo había ahorrado para un televisor de segunda, y lo acababa de comprar, pero uno de esos señores lo tumbó de un patada cuando me sacaron de la casa“, recuerda con amargura.
Ramón escarba entre las telarañas de ese momento doloroso y rememora que, en medio del desorden, su pequeño almacén fue saqueado y se quedó sin el plante, porque toda la mercancía, desde encendedores hasta llaveros, la había sacado fiada.
“Yo debía en esa época como seis millones de pesos en cositas que me traían desde Maicao para vender, y con el local destrozado me quedé sin el pan y sin el queso“, relata con una tristeza que no puede ocultar.
Las puertas y ventananas de los colombianos expulsados de Venezuela fueorn marcados con un R y terminaron destrozadas Foto: Carlos Julio Martínez – Semana
Y lo que es peor, su clientela colombiana, al otro lado de la frontera, desapareció porque todos ellos eran parte del grupo de expulsados; de un momento a otro, casi ninguno estaba ubicable cuando fueron a parar a los albergues.
“Cuando yo me fui a San Antonio a cobrar lo que me debían no había ni uno solo, todos se fueron, y muchos me debían bastante porque les había fiado licuadoras y ropa, pero pues no pude hacer nada. ¿ A dónde los iba a buscar si habían salido corriendo? A muy poquitos los volví a ver y cómo les iba a cobrar en esa situación, y pues me terminé de quebrar“, explica con le ceño fruncido.
Siete años después, Bleydis dice sin tapujos que “el cierre de la frontera fue la cuota inicial de mi desgracia, porque tuve que vivir en albergues, en carpas, sin agua y comiendo mal, hasta que volvimos a arrancar de cero y ahí nos vamos recuperando“.
Su hijo, hoy adolescente, tuvo que buscar ayuda psicólógica para enfrentar el drama que vivieron, y su esposo sigue bregando como albañil, pero perdió todos los clientes que tenía al otro lado de la frontera.
Ramón se dedica a comerciar mercancía por las trochas porque “la verdad yo no tengo estudio ni sé hacer nada más en la vida; después de esa quiebra no tuve quién me prestara para arrancar y ahora me rebusco como puedo“.
Ambos tienen la esperanza de que la reapertura tan anunciada sea el principio del pago de la deuda inmensa que tiene la vida con cada uno de ellos.
Lo que si tienen claro, es que “no podemos bajar la cabeza, hay que seguir siendo berraquitos y pelear la vida“, asegura Bleydis. Y Ramón lo dice en jerga venezolana: “hay que meterle pichón, porque de toda esta locura me quedó el amor; conocí a alguien y tengo una niña de cuatro años. Por ella me rompo, pana, me rompo“.
Por: Mario Villalobos @maritovillalobo