Su sonrisa genuina y permanente, su acento caribe y su frescura al hablar casi esconden todos los problemas que lo obligaron a salir de su país. Pedro es uno de los tres millones de venezolanos que han tenido que huir de su tierra en búsqueda de la estabilidad propia, pero también para enviar dinero a sus casas y alimentar a sus familias desde la distancia.
La particularidad de este guairense de 36 años es que cuando tomó la decisión de irse, y de paso dejar atrás a cuatro hijos, salió con un propósito innegociable: tenía que sostenerse con el mismo trabajo que dejó en Venezuela. Allí, su sustento se lo daba el Karate Do, la tradicional arte marcial japonesa en la que más que pelear se aprende a fortalecer la mente y el espíritu.
La decisión la tomó cuando se encontró de frente con la crisis. Tenía su casa propia, su escuela de Karate, un carro Chevette, una motocicleta Arsen II y otra Yamaha DT 175, dos empleos y sus hijos estudiaban en colegios privados. Pero en 2016 le cambió el panorama. La Universidad Marítima del Caribe y el preescolar en el que dictaba Karate le cancelaron el contrato.
Cada vez era más frecuente que los estudiantes se atrasaran con el pago de las clases. Entonces, se la rebuscó. Fue mensajero, taxista, escolta y reconocedor de productos en la aduana, hizo todo eso para no dejar sin clases a los más de 40 jóvenes que sin falta asistían a su escuela. Un día vio gente escarbando entre los desperdicios de los restaurantes, para alimentar a sus familias, y ahí supo que debía irse.
Por esa época Pedro ya lucía demacrado por el hambre. Durante 2017, los venezolanos perdieron en promedio 11,4 kilos cada uno por la escasez de alimentos. Lo de Pedro fue aún más drástico. De pesar 110 kilos, llegó a 70. Según cuenta, había noches en las que la cena era una yuca hervida. Nada más.
«Si eso era así, yo no me quería imaginar lo que iba a ser dentro de un años»
Pedro José Rodríguez
Una amiga desde Estados Unidos le repuso en dinero una de las motos que le habían robado. En lugar de buscar más oportunidades en Venezuela, él prefirió sacar su pasaporte y dos días después emprendió un viaje en bus que todavía no tiene tiquete de regreso.
A probar suerte
El 23 de junio de 2017 llegó a la frontera con Cúcuta. Cuando selló su pasaporte, lloró. Después de un rato, suspiró profundo y se limpió las lágrimas. Le escribió un último mensaje a sus hijos, a su madre, a su grupo de karate y cruzó.
“Llegué con miedo porque no conocía nada, con la incertidumbre de no saber cómo iba a vivir y con la nostalgia que lo embarga a uno por tener que desprenderse de la vida en Venezuela”, dice con la mirada perdida y una sonrisa que empieza a deshacerse.
Esta es la ventana principal de la casa en donde vive Pedro junto con su hijo Luis Miguel y otros dos venezolanos, con quienes divide por partes iguales los 370 mil pesos que cuesta el arriendo más los servicios de agua y luz. | © Carlos Buitrago
En su país dejó todo. En la maleta traía lo básico. “Lo primero que empaqué fue el karategi (uniforme de karate), mi cinturón negro (máxima distinción en esta arte marcial) y los diplomas que me certifican, una chaqueta que mi mamá me regaló para el frío, dos jeans, tres franelas y mi cepillo de dientes”.
Llegó a Bucaramanga porque un amigo le había ofrecido dónde quedarse y un trabajo. Empezó como mesero, lavando platos y administrando un punto de comidas rápidas durante los fines de semana de cuatro de la tarde a dos de la mañana. Su sueldo eran 25 mil pesos diarios. Era un buen pago, teniendo en cuenta que Bucaramanga, al ser una ciudad capital a menos de 6 horas de la frontera con Venezuela, recibe diariamente a más de 100 migrantes en busca de cualquier oportunidad laboral a cambio de cualquier salario.
La ilusión de vivir del karate
Desde los siete años, cuando veía películas de Jean-Claude Van Damme, Pedro encontró su pasión. Utilizaba el patio de su casa para imitar a su ídolo pegándole puños y patadas al aire. Se inscribió en escuelas de karate, ascendió cinturones rápidamente y se convirtió en sensei.
“Mi maestro en Venezuela me dijo que desde que tuviera un estudiante, la escuela iba a prosperar”. Con esa certeza, Pedro abrió su primera escuela en Venezuela con tres alumnos: Luis David, Pedro Luis y Luis Miguel Rodríguez, sus tres hijos varones. Entre los tantos atletas que tuvo como pupilos en Venezuela, entrenó a tres medallistas sur y panamericanos.
Confiando en su maestro una vez más, en enero de 2018 quiso abrir en Bucaramanga otra escuela cerca al barrio donde vivía. Pasó varias propuestas a colegios y gimnasios, pero fue la presidenta de la Junta de Acción Comunal del barrio Toledo Plata, Marina Rivero, quien le tendió la mano.
“Es un barrio y un sector difícil. Recientemente la policía capturó a ocho expendedores de droga y eso disminuyó un poco el peligro, pero era terrible”, dice Rivero. Ella decidió prestarle el salón social del barrio a Pedro para que dictara sus clases porque “eso que él hace, no lo hace nadie. Él está ayudando a formar a nuestros hijos”. Lo mismo creen los padres de familia que invierten tiempo y dinero para llevar a sus hijos a las clases de Karate, en donde todos coinciden en que hasta el momento lo más importante es la disciplina que han adquirido.
Empezó la escuela con cinco chicos a quienes cobraba dos mil pesos por clase. Dos meses después solo tenía uno, pero nunca perdió la esperanza aunque el dinero no le alcanzó para pagar el arriendo. Tuvo que pasar dos noches en un parque de Bucaramanga, en donde había cientos de compatriotas suyos.
Desesperado, con hambre y tragándose el orgullo, volvió a donde Marina para pedirle comida y que le prestara el salón social, ya no como gimnasio sino como refugio temporal mientras encontraba trabajo. Durante un mes y medio durmió sobre un cartón con su ropa como almohada. Vendió agua y limpió vidrios, buscó ‘barbachas’ sin dejar de lado las clases y de pronto sus estudiantes empezaron a multiplicarse.
Las cartas que adornan la habitación en la que duerme fueron escritas por los estudiantes que dejó en Venezuela cuando tomó la decisión de venirse a Colombia. | © Carlos Buitrago
Para Pedro el espacio en el que enseña karate es sagrado y por eso los padres de familia deben esperar a sus hijos a las afueras del salón social del barrio Toledo Plata, en el sur de Bucaramanga. | © Carlos Buitrago
Ahora tiene 18 jóvenes entre los 8 y 15 años. Los llama atletas “para elevarles el espíritu de competencia”, y les cobra tres mil pesos por clase durante tres días a la semana. La situación mejoró y a mediados de 2018 viajó a Cúcuta para traer a su hijo Luis desde Venezuela. Viven juntos y aquí puede brindarle una mejor educación.
El dinero lo debe administrar rigurosamente para hacerlo rendir entre el arriendo, la comida suya y de su hijo, y para enviar a sus otros tres hijos en Venezuela. Por ahora, la prioridad de Pedro es encontrar un trabajo estable para él, y un tatami que amortigüe el golpe de sus atletas cuando caen al piso.
Él sabe que el karate, como cualquier deporte, es el reflejo de la vida misma. Se trata de tener paciencia, perseverancia y fe. De caer y volver a ponerse en pie. De recibir golpes y convertir el dolor en una motivación para seguir luchando. Pedro ha recibido varios y muy fuertes. Aún así su sonrisa no desaparece.
Por: Carlos Buitrago @carlosbuitragop