No importa cuántas lágrimas se derramen, la cebolla no puede faltar para condimentar una buena comida. ¿Te has preguntado alguna vez por qué nos hace llorar? Es una reacción provocada por un gas que contiene azufre y que, al ser liberado, entra en contacto con el agua de nuestros ojos para luego descomponerse en ácido sulfúrico. En ese proceso surgen las lágrimas. Hace poco descubrí que las trufas de chocolate también hacen llorar y Carlos lo sabe muy bien.
La idea de preparar y vender trufas nació en Venezuela, en momentos muy duros, cuando “el hambre daba miedo”. Llegó a venderlas en la universidad como un medio para ayudarse económicamente. Comerciarlas allí resultaba en cierto modo divertido. Como un niño que lame el tazón en el cual la abuela o mamá hicieron la mezcla del pudin, Carlos recuerda aquellas ocasiones en las que no había comido nada en todo el día. Entonces le bastaba pasar su lengua por la última capa de chocolate pegada al fondo del recipiente para sentirse lleno. Los recuerdos de su casa llegaron a su mente la primera vez que vendió trufas de chocolate en Colombia. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Vender trufas es apenas una de la docena de cosas que Carlos sabe hacer. Su padre dudaba incluso que pudiera defenderse solo estando lejos de él. Hoy, este joven reconoce que ha aprendido de todo: lavar carros, fregar, limpiar, hacer café, vender manillas. No sabe pegar un bloque –dice– pero si le das la oportunidad, construye una casa. Es un joven alto. Eso creo yo, porque mido 1,63 y de allí para arriba todas las personas me parecen altas. Su piel bronceada por partes, en brazos y rostro, revela las jornadas de trabajo bajo el sol.
Conocí a Carlos cuando me uní a un grupo de caminantes. Algún domingo de octubre. Ese día fui la primera en llegar. Él ya se encontraba allí. El guía. ¿Carlos? Le preguntaban cada tres o cuatro minutos las personas que arriban. Luego de cuatro horas de recorrido, hemos llegado a Bocas de Ceniza. Desde aquí arriba, en esta montaña de rocas enormes, rodeada de agua dulce y agua salada, siento la satisfacción de ser caminante. En este punto intento llevar la mirada mucho más allá, pero se pierde en la espesa franja marrón que encarna el encuentro entre el Mar Caribe y el Río Magdalena.
Hoy Carlos no solo es el guía, es también un joven de 23 años que desdibuja el estigma del migrante venezolano. A veces no puede creer cuántas veces se perdió en esta ciudad y ahora es él quien invita y conduce a los barranquilleros a descubrir su propia tierra. Desde hace un año, junto a sus compañeros de la Escuela de Filosofía Nueva Acrópolis, organiza y dirige de forma voluntaria caminatas ecológicas en el Atlántico. En la escuela ha encontrado amigos. Familia. En este espacio, aprendió que “ese calorcito de sentirse parte de algo es lo que vale la pena. Porque la vida empieza a tener forma y un propósito”.
Dos años antes se vio forzado a salir de Venezuela, aunque mucho tiempo atrás había iniciado el proceso de salida. En abril de 2017, durante la ola de protestas en todo el país, miembros de la Guardia Nacional ingresaron a su casa de estudios, la Universidad de Carabobo. Dentro y fuera de las instalaciones zumbaban los perdigones en medio del asfixiante gas lacrimógeno. Carlos y varios de sus compañeros de clase fueron acorralados y agredidos por aquellas autoridades. “Por esos días en Caracas murió el primero de esa ola de protestas. Desde ese día yo no volví más a la universidad”, cuenta.
«Hoy todos somos caminantes. Hoy todos somos iguales. Hoy parece cierto
aquello que dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos: todos
nacen libres e iguales»
Al miedo que le generaba ir a la universidad y recibir una bala en lugar de clases, se sumaba la precariedad económica: “Ya no tenía ni siquiera para los pasajes, mucho menos para la manutención y la comida”, dice Carlos.
Frente a esta situación, la alternativa que se dibujaba era simple y dura al mismo tiempo. Dejar la carrera. Buscar trabajo. Durante un año y medio lo intentó. En su casa eran él y su madre. Aun así, cubrir el desayuno, almuerzo y cena era un lujo que ya no podían darse. Ver a su mamá enfermar por falta de alimentos no era una opción; migrar, sí.
Para conseguir su plan le bastaban pocas cosas, tres de las cuales eran esenciales para conseguir su plan: La primera, acceder a la documentación necesaria para asegurar la entrada regular al país de destino, en este caso, el pasaporte. La segunda, contar con el dinero suficiente para cubrir gastos de vivienda y alimentación. La tercera, contactar amigos, conocidos o cualquier persona que pudiera recibirlo en Bolivia, Chile, Ecuador, Perú o Colombia.
No pasó mucho tiempo en comprender que las dos primeras eran inalcanzables. En más de un año no había logrado ni siquiera sacar de nuevo su cédula de identidad venezolana. Mientras tanto el dinero escaseaba en el bolsillo, tanto como la comida en el estómago. Rendirse no era parte del plan. Un día, se acercó un buen amigo y vecino con la anhelada propuesta: “vámonos para Colombia”.
Llegó el momento de suspender en el tiempo el título universitario casi alcanzado, como quien cuelga el cuadro de un paisaje jamás visitado. Los sueños se cancelaron y les dieron paso a otras emociones. Abandonar la carrera cursando último año de terapia ocupacional fue una decisión que alteraba el futuro antes recreado. Valdría la pena, eso pensaba. Lo animaba la idea de ayudar a sus padres. Así son los caminos de la vida, ¿no? Carlos pensaba que la vida era distinta y que lo impulsaría las ganas de ayudar a su madre. Hasta el día de hoy conserva la factura del primer envío de dinero que pudo hacerle. Un pedazo de papel que le recuerda aquel instante en que se sintió el hombre más feliz del mundo.
En febrero de 2014 se desató una ola de protestas contra el Gobierno de Nicolás Maduro, en Venezuela. En abril de 2017, Carlos y varios de sus compañeros de la Universidad de Carabobo fueron agredidos por la Guardia nacional venenezolana. FOTOS Reuters
Listos para el viaje, el 25 de octubre de 2018 se reunieron cuatro chamos con 100 dólares. Salieron con las maletas llenas de ropa que se fue quedando en el camino, aunque lo que más pesaba era la esperanza, el sueño de encontrar seguridad y mejores oportunidades. No se trata solo del idílico sueño americano, sino el de cualquier ser humano. El recorrido en tiempo y distancia desde su pueblo hasta la ciudad fronteriza entre Colombia y Venezuela, pensó, era tan largo como un trayecto de Bogotá a Cali. No fue así. Las horas de viaje se duplicaron. Los puntos de control formales e improvisados surgían de manera espontánea cada 60 minutos. Día y medio más tarde, a medianoche, llegaban a Barranquilla.
Era la primera vez que Carlos salía del país. La primera vez que se alejaba de sus padres. Cuando se habla de duelo migratorio suele ocurrir que pensamos solo quienes parten. La migración es un proceso que da lugar a muchos cambios. Los que se quedan en el país de origen también lo viven. Por ejemplo, para su padre fue difícil aceptar su partida, pues aún lo veía dependiente de la familia. Carlos seguía siendo su niño. Dos años después, con dificultad lo ha tenido que aceptar. Su hijo ha sobrevivido. No hace falta aceptación cuando le inspira un gran orgullo por lo mucho que ha crecido.
Del día en que llegaron a Barranquilla Carlos recuerda una habitación tan amplia que podría albergar cómodamente a cinco personas. En tiempos de migración venezolana, ese número se puede multiplicar hasta por seis, si lo único requieres es el piso y una fina colchoneta para soñar que vas a dormir. Dos semanas fueron suficientes para gastar los ahorros y desgastar las piernas buscando empleo en vano. “Nos tocó vender caramelos en los semáforos”, recuerda.
Cuando supe cómo llegó a la venta de dulces, fue inevitable preguntarme si alguna vez me crucé con él mientras esperaba la luz verde de los peatones para atravesar la calle camino al trabajo o a mi casa. Una de esas tantas veces en las que llevo audífonos para aislarme del ruido alrededor y gafas que me protejan del contacto con una realidad que me toca y se desvanece. No así el tiempo para acercarse. Tal vez no me topé con Carlos, o Katherine, Héctor o María.
Cada día, durante semanas, Carlos y sus tres compañeros de viaje se turnaban. “A veces unos íbamos a buscar trabajo y otros a vender”. Salían a trabajar del modo que les era posible, ofreciendo minúsculos dulces por toda la ciudad. El trabajo en equipo y la organización fueron clave para superar esta situación. Tenían 2.000 pesos diarios para comer. Podrían haber repartido y entregar a cada uno 500, pero no lo hicieron. Sumaban. El resultado: una libra de arroz y una manguera que podía llenarlos una vez.
Carlos estudió guitarra clásica. Sabe de notas musicales, tiene un amplio repertorio musical. Vender no estaba dentro de sus habilidades, pero las circunstancias lo obligaban a hacerlo.
Desde hace un año, junto a sus compañeros de la Escuela de Filosofía Nueva Acrópolis, el venezolano organiza de forma voluntaria caminatas ecológicas en el Atlántico. FOTO Jaime Andrade
Conoció a alguien en el hospedaje que le enseñó otro arte: las ventas. Esta vez, su mercancía eran manillas. “El ‘pana’ nos dijo: ‘aquí nadie está contratando venezolanos. Aquí lo que hay es que trabajar en las calles”. Palabras que se hacían eco en aquella realidad. La única opción era continuar.
Al llegar a Colombia, se pintó como un soldado en guerra. La preocupación constante por asegurar dónde dormir, qué comer o garantizar que su madre tuviese comida, suponía un estrés profundo y al mismo tiempo le inyectaba la adrenalina que le impedía detenerse o descansar. Hay que producir, producir, producir. Es lo que aún hoy se dice a sí mismo. Porque aunque ha encontrado más que una casa en arriendo, una familia y una madre, otras situaciones permanecen inalterables y siguen siendo fuente de ansiedad y/o de riesgos como la falta de documentos válidos para permanecer en Colombia, un trabajo formal, seguridad social y la separación familiar.
Ha pasado de ser el caminante de los parques ofreciendo manillas a ser guía de aquellos que caminan bajo diferentes circunstancias y por distintas razones. Lugareños con interés de profundizar en la historia, la cultura y la identidad de este pedacito de la costa colombiana. Hace poco fue entrevistado por una emisora de radio y con alegría comentaba: “¿Qué venezolano es entrevistado por Radio Caracol para algo que no sea decir que llevas 3 días durmiendo en una plaza? En lugar de eso, yo estaba hablando del barrio El Prado”. Así es, un venezolano contando la historia del tesoro mejor guardado de Barraquilla. “Este man que vendía café. Este man que puede volver a vender café”. Y es que, en la vida del migrante, la certeza es rareza.
Pese a la incertidumbre que con frecuencia permea la migración forzada, se halla también la posibilidad. Esa respuesta a uno de los tantos “¿qué pasaría si hubiera…?”. No es solo un intento. La persona que migra va más allá. Se arriesga, prueba y es capaz de soñar más de una vez. En ocasiones, hay sueños tan sorprendentes como ir a un parque, sentarse en el suelo y sacar del morral la comida ligera que has preparado para pasar la tarde. Porque te das cuenta de que ya no eres “el que va a vivir de la venta en un día interminable en el parque, sino el que va a disfrutar del parque”. Para Carlos es una señal de lo que ha conseguido con su admirable esfuerzo y el apoyo de tantos amigos nuevos que han creído en él. Mucho de lo que ha logrado jamás lo imaginó. Ahora acepta que “lo que está pasando es grande”.
Por: Carmen Elena Pérez