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Huir a pasos pequeños

Diego es un niño venezolano que camina junto con su familia desde Maracay (Venezuela) hasta Quito (Ecuador). | Por: MILAGROS PALOMARES

Este trabajo forma parte del especial Inocencia desplazada, realizado con el sello de Hijos Migrantes en alianza entre Historias que laten, El Pitazo y el Proyecto Migración Venezuela. Te invitamos a ver el especial completo en el portal www.hijosmigrantes.com

Aferrado a un par de patines en línea, como una especie de amuleto sobre su espalda, Diego*, de 10 años, olvida por momentos que ha caminado con su familia más de 1.400 kilómetros durante 32 días, desde Cúcuta hasta la ciudad fronteriza de Ipiales, en el sur de Colombia. Pensar en rodar sobre ellos lo hace mantener el paso. 

No es el único. Aunque él es quien carga los patines, sus dos hermanos y sus tres primos menores albergan la misma ilusión: pararse sobre ellos cuando finalmente lleguen a Quito (Ecuador), el destino elegido por su familia para escapar del hambre que padecieron en el estado Aragua (Venezuela). Por eso todos caminan por la carretera Panamericana como si fueran soldados de un batallón.

Faltan dos kilómetros para llegar a la trocha, cercana al río Guáitara —uno de los 40 pasos ilegales aledaños al puente internacional Rumichaca, línea divisoria entre Colombia y Ecuador—. Ese lugar se convirtió, desde hace cinco años, en el epicentro de los refugiados venezolanos que emigran a pie hacia el sur del continente. Ahora, en plena pandemia, van hacia Ecuador, Perú o Chile. Incluso, hay muchos que se fijaron como meta llegar hasta Argentina.

Diego camina apresurado, habla poco y sueña mucho. La fuerza con la que mueve sus pies le desgastan las chanclas imitación de crocs, comunes entre los caminantes venezolanos por cómodas y económicas. El niño morenito no se queja de las ampollas y ayuda a su madre a cargar bolsas con ropa. 

Solo quiere ponerse el obsequio dado por un señor desde un vehículo en la calurosa ciudad de Cali, mientras engaña los crujidos de su estómago comiendo pan y tomando gaseosa. Ha caminado 470 kilómetros con los patines a cuestas, desde la capital del Valle del Cauca hasta Ipiales, en el departamento de Nariño.

Su mamá empuja un coche donde lleva a su hijo menor de dos años, además de bolsas con la ropa más necesaria, algunas cobijas y botellas de agua. La comida  —como ellos mismos dicen— se las pone Dios en el camino: algunos días les llega como un milagro en los albergues para migrantes.    

Son las 5:20 de la tarde del 27 de enero de 2021 y una lluvia tenue cae en la carretera Panamericana que atraviesa Ipiales, conocida como la ciudad de las nubes verdes por la particular coloración del cielo al atardecer. Esta población es una de las más frías de Colombia, ubicada a 2.900 metros sobre el nivel del mar, cuyas temperaturas bajan a siete grados en días lluviosos y son capaces de entumecer los huesos. Diego solo se protege con un abrigo de poliéster y un jean largo. Además usa una gorra deportiva y un tapaboca lavable.

Un conductor jubilado de una entidad bancaria se conmueve con la fila de los pequeños caminantes venezolanos en la vía. A pesar de las medidas restrictivas por la covid-19, detiene su vehículo para darles un aventón. En 10 minutos acortó la caminata de los pequeños y de otra mujer con una bebé en brazos.  

A escasos metros del puente Rumichaca, donde no hay presencia de funcionarios de Migración Colombia ni de la policía, la familia de migrantes se vuelve a encontrar una hora después. Niños y adultos toman fuerzas antes de subir una trocha empinada que los llevará hasta el río Guáitara, tras dos horas de peligroso recorrido por las desoladas y resbaladizas colinas agrestes. 

Por este afluente de remolinos intimidantes solo se puede cruzar ilegalmente hacia Ecuador pagando dos mil pesos (menos de un dólar) a los trocheros de la zona, quienes aprovechan el uso de tapabocas para esconder sus rostros mientras cobran a todo aquel que lo necesite —bien sea migrante o contrabandista de víveres, cilindros de gas doméstico y hasta gallinas vivas—.  Los trocheros levantaron dos palos de madera amarrando una guaya de extremo a extremo del río por donde deslizan una cabina de metal, similar a un teleférico.

Los efectivos del ejército colombiano y ecuatoriano tardan más en derrumbar estos pasos ilegales, que los trocheros en levantarlos. Es un círculo vicioso de quienes se lucran del cierre de esta frontera de 145 kilómetros, la cual lleva clausurada desde inicios de la pandemia en 2020.

Diego cruza el río temeroso, disimula el momento con una leve sonrisa. Al bajarse de la cabina sonríe, dice que se sintió como un carrusel. Está cansado, le duelen las piernas, pero lo único que lo alienta a seguir caminando la trocha montañosa que le espera para llegar a Tulcán, ya en Ecuador, es la imagen de su pequeño tesoro: los patines. 


«Lo más divertido de caminar desde Venezuela fue cruzar las trochas. También me gustó mucho bañarme en unos ríos en Cali»

*Diego, de 10 años, caminó 2.383 kilómetros con su familia desde Maracay (Venezuela) a Quito (Ecuador)


Huir a pasos pequeños
Huir a pasos pequeños Este trabajo forma parte del especial Inocencia desplazada, realizado con el sello de Hijos Migrantes en alianza entre Historias que laten, El Pitazo y el Proyecto Migración Venezuela. Te invitamos a ver el especial completo en el portal www.hijosmigrantes.com
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*Mariángel es una niña venezolana que nació en el estado Apure. La crisis de su país obligó a su familia a emigrar a VIllavicencio (Colombia), donde se radicaron por unos meses. Pero los efectos de la pandemia los hizo volver a caminar, esta vez hasta Ecuador. FOTOS JONNATHAN SARMIENTO / MILAGROS PALOMARES

A *Mariángel se le iluminaron los ojos la primera vez que entró a un supermercado en Villavicencio (Meta), una ciudad ubicada en los llanos orientales colombianos, y vio un canasto con fresas y manzanas. Era un sueño cumplido, un diminuto lujo que no tenía antes. Ese tipo de privaciones fue una de las razones por las que su mamá, junto con sus cuatro hermanos adolescentes, decidió hacer camino desde el estado Apure, en Venezuela, a finales de 2019. 

En esta zona llanera, Mariángel dejó de ver como algo normal la escasez de alimentos, tanto que para su cumpleaños número 11 pidió como regalo una torta de chocolate. En Venezuela, la niña, de pelo liso y rasgos indígenas, se acostumbró a comer solo arepas untadas con mantequilla o queso en el desayuno y en la cena. Cuando tenía suerte, probaba proteína, no más de dos veces por semana. 

Por eso se sintió impresionada cuando vio las frutas a principios de enero de 2020.  Durante unos meses, ella y sus hermanos estuvieron relativamente bien. Su mamá trabajaba en un restaurante en la capital del Meta y las cosas estuvieron mejor. No obstante, los efectos económicos de la pandemia reavivaron las necesidades y la escasez volvió. La pequeña que no terminó de cursar sexto grado en Villavicencio intentó ayudar vendiendo dulces y bolsas de basura a la salida de los supermercados, pero su mamá tomó la dura decisión de volver al camino en enero de 2021. Esta vez hasta Ecuador.

El periplo de esta pequeña caminante ha sido largo y lleno de incertidumbre. “Desde Villavicencio nos fuimos en bus hasta Bogotá. Allí se nos acabó el dinero y nos tocó caminar por la carretera varios días, dormimos en la calle. Gracias a Dios, un señor muy buena gente nos montó en su camión y nos llevó hasta Ibagué, luego nos fuimos caminando a Cali y allí nos quedamos en la calle otra vez”, cuenta.

Cuando les dieron el aventón, Mariángel se alegró, pensaba que ya no iba a caminar más. No fue así, le faltan más de 800 kilómetros para llegar a Quito, donde se han asentado el 15,8 por ciento de los 415.800 venezolanos radicados en Ecuador. De allá, les atrae la cantidad de industrias y empresas manufactureras.

“Lo más difícil es caminar por las autopistas teniendo cuidado con los carros, me dolían mucho los pies, algunas personas nos regalaban comida. En Cali nos quedamos dormidos en la calle, nos robaron todas las cobijas y un bolso con 100 mil pesos que guardaba mi mamá para pagar algunos pasajes”, dice la pequeña con la voz quebrada. 

Un reporte de la situación de los migrantes y refugiados en tránsito provenientes de Venezuela, realizado por el Consejo Noruego de Refugiados (NRC, por sus siglas en inglés), refiere que cuatro de cada 10 migrantes encuestados consideran que dormir al aire libre es un problema en su viaje, y el 38 por ciento reportó que lo es la inseguridad.  “Al pernoctar a la intemperie se incrementa este riesgo y también se presentan riesgos de violencia sexual, especialmente contra niñas, niños y mujeres”, advierte el informe del NRC, publicado en enero pasado.

Han pasado más de 15 días desde que le robaron sus pertenencias y ‘Angi’, como le dicen sus hermanos de 16 y 18 años, sigue lamentando lo mal que la ha pasado con su familia en el camino. “Yo ni sentía los pies del frío”, se queja y no puede evitar las lágrimas. Cuando arribaron a Ipiales, ya muy cerca de la frontera con Ecuador, unas personas les obsequiaron colchas, ropa, zapatos y abrigos, y los llevaron a un albergue de la Fundación Paso a Paso, apoyada por la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). Fue un momento feliz en medio de la travesía.

Después de 20 días, Mariángel pudo dormir en una cama con cobijas térmicas. Aunque aún no le sanan del todo las ampollas, se prepara mentalmente para volver a tenerlas durante el viaje que aún falta. “Ojalá Quito sea lindo —dice—. Ojalá que haya muchas frutas”.



«Nos tuvimos que venir a Colombia porque no teníamos en Venezuela lo más necesario, que era la comida»

*Mariángel, de 11 años, caminó 1.418 kilómetros desde Villavicencio (Colombia) hasta Quito (Ecuador)


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*Saraí (la niña más grande de las cuatro) relató cómo fue su travesía desde Venezuela hacia Ecuador, y desde allí su retorno caminando a Venezuela, junto con sus hermanitas y su mamá. FOTO MILAGROS PALOMARES

Treinta horas sin comer completó *Saraí cuando llegó a la terminal terrestre de Ipiales. Su pequeño cuerpo de 12 años parece quebrarse con las ráfagas de viento helado. Su chaqueta es ya casi traslúcida y solo se cubre los pies con unas chanclas playeras de plástico.

Su travesía empezó en Quevedo (Ecuador) y terminará en Valencia (Venezuela), con su mamá, sus dos hermanas de 11 y 8 años, y una prima que no ha cumplido los 5. Las acompaña también una tía, dos jóvenes y un amigo ecuatoriano, convertido en un ángel de la guarda para ellos, porque paga algunos pasajes en bus para que el grupo camine lo menos posible.

Esa noche, a las afueras del centro de transporte, la hora de dormir los sorprende a la intemperie, en una acera de concreto. Se acomodan muy juntos, para aprovechar el poco calor que queda en sus cuerpos. Usan las maletas como almohadas. 

Un joven de alma noble les compra un pollo asado para que la familia comparta y no se duerman sin cenar. Lo reciben con un “Dios te bendiga”. Los adultos no prueban bocado, prefieren dárselo a las cuatro niñas. 

—¿Tienes frío? 

—Uff, muchísimo, pero más que frío tengo mucha hambre —dice la niña que cursó sexto grado en su natal estado Carabobo y que sueña con ser artista, diseñadora de modas o tal vez abogada para luchar contra las injusticias.

Después de comer dos piezas de pollo, varias cucharadas de arroz y una porción de papas fritas, Saraí se sienta sobre una maleta y relata con recuerdos frescos cómo inició esta travesía. La ilusión de viajar en avión para conocer España y Argentina luego de graduarse en la universidad se le desvaneció cuando no le quedó más opción que obedecer a su mamá y salir forzosamente de Venezuela en el 2019.

Recorrieron 1.400 kilómetros en autobús atravesando toda Colombia, desde la frontera de Norte de Santander hasta el suroccidente de Nariño. De allí tardaron 20 días caminando hasta la ciudad ecuatoriana de Valencia, donde se radicaron inicialmente. 

Al bajarse del transporte en Ipiales, esta adolescente de tez blanca y ojos color miel conoció el verdadero significado de la palabra trocha: senderos escondidos de subida y bajada, a veces oscuros, donde es común pisar charcos, tropezar con piedras y ver serpientes zigzagueantes en el monte.  

“Nos fuimos de Venezuela porque mi mamá quería buscar un futuro mejor para nosotras, pero la cosa se puso fea por la pandemia en Ecuador y nos tuvimos que regresar. ¿Quién sabe si en Venezuela vamos a poder seguir estudiando o mi mamá podrá conseguir dinero para la comida?”, se pregunta.

En su mochila tricolor, característica de los estudiantes de colegios públicos en Venezuela, Saraí solo alcanzó a empacar algo de ropa y un cuaderno con unos lápices de colores. Los llevaba para dibujar en el camino, pero no le dio tiempo: “caminar es algo muy serio”, dice. Sorprende por su madurez precoz a los 12 años y dice con firmeza que ni los adultos, mucho menos los niños caminantes, pueden estar brincando en las carreteras. 

A veces cantábamos, pero resultó una mala idea: nos agitábamos y nos cansábamos más —recuerda Saraí—. En la carretera no hay distracciones, todo es caminar y caminar. Hay partes que son solo montañas, me daba miedo porque eran como de arena seca y yo pensaba que me iban a caer encima”. Recuerda que solo se paraban a descansar debajo de los puentes, intentando con suerte conseguir un aventón, aunque sea en la parte trasera de una gandola. 

Uno de los momentos felices que Saraí recuerda en este viaje forzado fue cuando llegaron a Ecuador. Se sintió emocionada: “Na’guará, ya íbamos a dejar de caminar”, se ríe del momento y rememora otro episodio que fue como un bálsamo para su inocente alma: “Estábamos jugando con unos niños en un segundo piso de la casa donde nos arrendaron, a mí me dio mucha risa pero también fue peligroso. Un niño se enredó con unos cables, y de la forma cómo cayó se parecía al hombre araña. Eso fue muy chistoso”. (Risas).

Días después, Saraí debió dejar de lado los trajes imaginarios de superhéroes y tuvo que ponerse uno real: el uniforme de jornalera en una empresa exportadora de banano. Cada día debía levantarse a las 3:30 de la madrugada para estar puntual media hora después en la finca donde aguardaba una fila de contenedores que debían ser llenados con cajas de banano premium.  

El ajetreo era intenso. La adolescente venezolana debía quitarle la flor a los racimos, un proceso que terminaba por pelarle las yemas de los dedos. Además del desayuno, le daban un salario que nunca era el mismo. Eso sí, siempre era menor al mínimo ecuatoriano. “Teníamos hora de entrada, pero no de salida. La paga dependía del capitán con quien trabajáramos”.

La nostalgia se apodera de su voz para afirmar que no es lo mismo llegar a un país extraño como migrante que crecer en su tierra. De Ecuador aprecia la amabilidad de algunas personas y recuerda los lugares bonitos, como las plazas y los parques. Aparte de las arepas venezolanas ya tiene otras comidas favoritas: el ceviche, el corviche y el bolón de plátano maduro.

Ahí, en el andén, Saraí se abraza con sus hermanitas menores para seguir haciéndole frente al hambre y al frío. Se atreve a lanzar una corazonada. “Tal vez nos toque emigrar por segunda vez a Ecuador”.
 



«Yo pensé que iría a España o a Argentina en avión, porque me gusta mucho el arte y la costura, pero nunca pensé que a los 12 años iba a salir caminando de Venezuela»

*Saraí, de 12 años, caminó 2.106 kilómetros con su familia desde Ecuador hasta Venezuela



*Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su integridad*

Por: Milagros Palomares @milapalomares