A diario se escuchan historias de cómo centenares de personas venezolanas arriesgan su vida, en medio de los peligros de la jungla y de las bandas criminales que les exigen millonarias sumas para guiarlos por allí. Un psiquiatra explica cuál es el trasfondo mental y emocional de esa decisión.
Correr el riesgo de morir de hambre, de sed, atacado por una bestia o una serpiente venenosa, o en muchos casos ser abusada sexualmente por parte de los traficantes de personas, como lo han relatado decenas de mujeres. Todo eso hace parte del cruce por el Tapón del Darién.
Nadie entiende por qué un migrante paga hasta cuatro mil dólares por cupo para que lo lleven directo al infierno, sin la garantía de que sobrevivirá o que su travesía desde allí en adelante no será tan arriesgada.
Pero quienes ahondan los abismos de la mente humana dicen, sin temor a equivocarse, que aquellos que enfrentan esa travesía mortal están en medio de un laberinto sin salida, porque consideran, de alguna manera, que vale la pena correr el riesgo de la selva antes que regresar a su país.
“Es una encrucijada entre la vida y la muerte y quizá esa es la perspectiva que siente alguien de que la única manera de sobrevivir él y su familia es huyendo y buscando un atajo para encontrar una vida mejor”, explica al Proyecto Migración Venezuela Rodrigo Córdoba, ex presidente de la Sociedad Colombiana de Psiquiatría y uno de los expertos más respetados del país.
Pero lo que resulta más revelador es que cuando el cuerpo enfrenta la travesía y le exigen el máximo de esfuerzo físico, la mente y el corazón están gobernados por el miedo, un sentimiento que es capaz de llevarlos a la proeza de sobrevivir o a la desdicha de claudicar.
«La carga psicológica es muy importante, la ansiedad, el sueño y no poder descansar que tiene esa función reparadora, la pérdida del apetito; todo eso deja secuelas emocionales muy marcadas».
Rodrigo Córdoba, ex presidente de la Sociedad Colombiana de Psiquiatría
Ahora bien, más allá de si logran cruzar la selva y salir a Centroamérica, o si regresan a salvo arrepintiéndose del viaje, lo único cierto es que ninguna cabeza resulta invicta. Con el correr de los días se conoce el tamaño de la cicatriz en el alma.
“Son desórdenes de estrés postraumático de severidad importante, en ocasiones con episodios psicóticos asociados, que requieren tratamiento psico-terapéutico casi de reconstruir a partir de experiencias emocionales colectivas como la psicoterapia; pero también un altísimo porcentaje requiere medicamentos”, analiza Córdoba.
Lo único cierto es que mientras muchos los tildan de locos o de desesperados, aquellos migrantes venezolanos que toman la decisión de poner en jaque a la selva sufrirán, más temprano que tarde, de alteraciones mentales y psicológicas complejas e incluso fatales, cuya dimensión e impacto personal, familiar y en la salud pública no puede prever nadie.
Por: Mario Villalobos @maritovillalobo