Este trabajo forma parte del especial Inocencia desplazada, realizado con el sello de Hijos Migrantes en alianza entre Historias que laten, El Pitazo y el Proyecto Migración Venezuela. Te invitamos a ver el especial completo en el portal www.hijosmigrantes.com.
Dieciséis horas antes de que la violaran y la dejaran tendida y humillada en un potrero de Villa del Rosario, en la frontera con Venezuela, Ángela*, de solo 14 años, había negado ante las autoridades que vivía en la calle, sola, sin más familia que otros niños tan desamparados como ella.
Sentía desconfianza. A Claudia, Yuri y Teresa, casi de la misma edad y quienes se volvieron su familia desde inicios de la pandemia, les había pedido en tono maternal que no revelaran el lugar donde vivían: un cambuche de plástico y cartón en medio de uno de los pasos ilegales entre Colombia y Venezuela.
A esa hora del mediodía, La Parada –el último corregimiento del lado colombiano, a unos 15 minutos de Cúcuta– era, como de costumbre, un tropel de viajeros y sudor. Desde arriba, cientos de personas se veían como hormigas moviéndose desordenadamente entre el calor, los buses intermunicipales y las ventas de fruta, ropa o trampas para ratón.
Las tres jovencitas habían pactado no trabajar ese día –venden sus pequeños cuerpos por 2.000 o 3.000 pesos– y, en cambio, llevar a un par de voluntarios y trabajadores sociales hasta el sitio en donde viven hace más de un año, con otros 16 niños y sin ningún adulto.
Teresa y Claudia iban adelante. Había que abandonar la calle principal de La Parada, cruzar un campo de fútbol más parecido a un tierrero y llegar hasta una casa blanca, enorme y agujereada por impactos de fusil. “Hay que pasar rápido y sin mirar”, dijo una de las pequeñas. En efecto, por ahí no se puede andar desprevenidamente. Todos saben que esa esquina, conocida como La 40 y que flanquea el barrio, es un fortín del Tren de Aragua, una temida banda que impone el terror en la zona y que la disputa con la guerrilla del ELN. En La Parada nadie puede robar, cargar maletas, vender droga o trabajar en lo que sea si no es con la autorización de ellos.
Aquí es normal ver a alguien con un letrero sobre su cuerpo que dice “Yo robé” o “No debo meterme con hombres casados”, cuenta la directora de una de las organizaciones humanitarias presentes en la zona. “Si lo vuelves a hacer, te mueres sí o sí”.
Lo que sigue después es adentrarse por una de las trochas entre ambos países que se conoce como La Arrocera, un paso delimitado por unos viejos cultivos de ese cereal. A medida que se camina, dentro de los matorrales aparece un puñado de asentamientos entre el barro y troncos desvencijados. Luego, una familia de niños, como se denominan ellos mismos, sale al encuentro. Cada uno es dueño de una versión distinta de la misma historia: el desamparo en medio de la migración.
“Mi mamá me dijo que la esperara, que ya volvía. Me quedé aquí solo. La esperé uno, dos, tres días. No sé por qué ella me abandonó”, dice Mario, de 16 años, de pie al lado del asentamiento infantil. Ahí cada quien tiene responsabilidades. Unos deben quedarse a cuidar los cambuches. Otros tienen que salir a trabajar. Y algunos más deben hacer el fuego para calentar sopa en una olla ennegrecida y aporreada. Además de la explotación sexual, los pequeños se rebuscan reciclando o corriendo “en la pista”, como se le dice a perseguir vehículos por las calles de La Parada.
La escena se repite una y otra vez: cuando un carro, a menudo un taxi, se aproxima con viajeros, un maletero apostado estratégicamente en una esquina empieza a correr detrás del auto. Si el cansancio le gana la partida, haciendo una seña se lo entrega a otro maletero, que lo releva en la persecución. La idea es seguir el vehículo hasta que se detenga, bajar las maletas y cargarlas por entre las trochas a cambio de 10.000 o 20.000 pesos, depende la carga.
A menudo los niños pierden el esfuerzo: los paquetes son muy pesados. Por eso, en los cambuches se quedan los más pequeños, de 6 u 8 años. La más grande tiene 16. A ella le dicen la “marimacha” y, ante la llegada de los visitantes, sale de uno de los triángulos de plástico negro con una cachucha del mismo color. Ella es quien manda, quien dice qué hacer. “¿Qué quieren? ¿Quiénes son ustedes?”, les pregunta recia al grupo de foráneos.
Mientras tanto, no muy lejos de ahí, la tragedia acechaba a Ángela. En el reporte del abuso sexual que hizo después el Hospital Erasmo Meoz, en Cúcuta, quedó consignado su relato, escueto y desgarrador. Un mototaxista, en pantaloneta y con una camisa color mostaza, la subió al vehículo y la llevó a la fuerza hasta un lugar desolado en la denominada Vía a Patios. Allá la golpeó y la violó. La niña debió pasar 14 días hospitalizada.
Que ella y los demás terminaran viviendo en La Arrocera, solos, no fue difícil. Historias de pequeños dejados atrás, o simplemente abandonados por sus progenitores, son recurrentes no solo del lado colombiano; también del venezolano. Con corte al 31 de diciembre de 2020, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar tenía conocimiento de 201 casos activos relacionados con niños, niñas y adolescentes migrantes no acompañados, a quienes atendía para restablecerles sus derechos.
“A medida que se camina, dentro de los matorrales aparece un puñado de asentamientos entre el barro y troncos desvencijados. Luego, una familia de niños, como se denominan ellos mismos, sale al encuentro”.
“Un día llegó una familia con dos niños pidiendo pasar la noche. Al día siguiente, cuando amaneció, se habían ido y habían dejado a los dos pequeños”, cuenta la monja Rosalía Peralta Rivas, coordinadora de la escuela Santa Mariana de Jesús, en Capacho, estado Táchira, fronterizo con Norte de Santander. La religiosa, precisamente, ha denunciado esa situación en varios medios locales.
Y aunque en Villa del Rosario nadie sabe a ciencia cierta cuántos niños permanecen solos en la calle, un buen indicador son las cifras del Espacio Alternativo de Cuidado y Albergue para la Niñez y Adolescencia (Eacana), una especie de oasis en La Parada liderado por Unicef. En apenas cinco meses de operación, 332 niños han pasado por allí en modalidad albergue –les dan hospedaje por 15 días– o en protección, que les permite frecuentar el espacio para realizar actividades formativas y alimentarse.
Javier, de 13 años y quien deambula desde hace dos por La Parada, está en la segunda. Espera paciente en el andén. “Aquí me dan el almuerzo, pero me toca dormir en la calle”, dice recostado sobre el portón exterior del lugar, con el pelo pintado de amarillo y el cuerpo repleto de cicatrices que son, dice él mismo, las huellas que le ha dejado la vida, como si hablara de una larga vida. “La policía me ha pegado, la gente también. Lo que quiero es irme para donde una tía que vive en Cali”. Quienes lo conocen aseguran que lleva meses diciendo lo mismo.
En La Parada cada quien hace lo que puede, aunque parezca que no se hace mucho. La Alcaldía de Villa del Rosario donó el predio donde funciona Eacana y está a punto de abrir un nuevo albergue, esta vez en el centro del municipio y con capacidad para 15 niños, de modo simultáneo. Nidis María Navarro Hernández, comisaria de familia de Villa del Rosario, sin embargo, advierte que los esfuerzos no son suficientes.
“No hay mucho apoyo local. Desde la Comisaría de Familia hacemos campañas (…), pero a veces nos sentimos abandonados frente a este tema. Muchos de los niños que están solos por ahí tienen familiares cercanos que saben que están en actividades de prostitución, por ejemplo, y no hacen nada”, confiesa. Y agrega que más allá de la ayuda y la cooperación internacional, las familias son las llamadas a proteger a los pequeños.
Como sea, la situación de los niños es crítica y no parece que vaya a cambiar. Ángela, cuando culminó este trabajo periodístico y luego de salir del hospital, había vuelto a vivir con los demás niños en La Arrocera. Sin ayuda psicológica. Sin alimento. Sin casa. Había vuelto, como dice ella misma, al desamparo.
*Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su integridad*.
Por: Andrés Rosales @Andresiro