Las playas de Taganga permanecen tan silenciosas como las montañas que las rodean: Dumbira y Dumaruca. Los turistas no volvieron, los locales cerraron sus puertas y la niña Edelis, Kaliman, la Coqueta y demás lanchas que trabajaban todo el día ahora duermen cerca de las orillas, bajo el planear de los pelícanos. Esa calma, que lejos de tranquilizar angustia, es interrumpida al mediodía por las filas que se forman en La Morena, un restaurante que pasó de vender langosta, cazuelas de mariscos y langostinos, a regalar 600 almuerzos diarios para amainar el hambre de los tagangueros y los venezolanos que viven en este corregimiento de Santa Marta.
El comienzo de año presagiaba un 2020 de buenas ganancias. Fue la mejor temporada de vacaciones en diez años gracias a los 400 mil turistas que llegaron a Santa Marta. En Taganga, durante el corto puente de Reyes Magos, fue necesario restringir el acceso, pues las playas se forraron de gente y no había estacionamiento para un carro más. Hoy, cinco meses de aquel alboroto, este lugar vive la incertidumbre de no saber cuándo regresarán los turistas ni cuándo terminarán los días monótonos, más parecidos a un mal sueño que a la realidad que desapareció.
Uno de los afectados por la falta de turistas es Guillermo Cantillo, un nativo taganguero que conoce como pocos la fauna marina de este lugar. A pesar de los malos momentos que pasaba, Guillermo y su novia, Giulia Reichert, una alemana que quiere pasar el resto de su vida en Taganga, donaron varios mercados de $700.000 pesos a unas agencias que repartían comida.
Este buzo profesional, experto en guardar la calma que supone sumergirse varios metros bajo el agua, asumió los primeros días de la cuarentena con tranquilidad. Pero cuando sus familiares y amigos empezaron a visitarlo en Megalodón Dive Club para dejarle en empeño una careta o venderle una caña o un celular, se dio cuenta de que la gente ya estaba pasando hambre.
Guillermo advirtió que entregar mercados no era sostenible y se le ocurrió dar comida a los necesitados directamente, sin intermediarios. Su amigo y futuro aliado, Juan Lozano, se hallaba a tres cuadras de distancia.
Como todos los restaurantes, La Morena, estaba cerrado. Pero cuando Guillermo habló con Juan y le propuso usar su cocina a puerta cerrada para hacer almuerzos, este último no lo dudó. Juan, un desparpajado tolimense con corazón para ayudar, le dijo: “¡Hagámosle!”.
Silvia, esposa de Juan y experta chef, se unió a la iniciativa. Ella encendió los fogones de La Morena, que desde el comienzo de la cuarentena permanecían apagados: si antes hervían cazuelas de mariscos, tostaban los camarones y doraban langostas, ahora cocinarían arroz blanco, lentejas, papas, yuca, carne y demás ingredientes de un almuerzo corriente.
“Nosotros reunimos al personal -cuenta Juan- . Les dijimos que no podíamos pagarles, pero sí darles el almuerzo. Y todos aceptaron”. Al principio, se propusieron dar entre 100 y 150 almuerzos por día. Pero cuando terminaban de entregarlos, la fila seguía siendo larga, y muchos regresaban a casa con el plato o la olla que habían llevado desocupada.
Giuilia, entre tanto, hizo volantes, que repartió en la calle, y los publicó en el inglés y alemán en las redes sociales. Los primeros en ayudar fueron sus padres, que desde Alemanía donaban cuanto podían. Las dos abuelas de Giulia se unieron y consignaron parte de sus pensiones. Ellas me decían, cuenta Giulia: “Nosotros en Alemania estamos viviendo una situación difícil, pero no tenemos que preocuparnos por la comida. Ellos sí”.
Poco a poco, se sumaron más donaciones. Guillermo calcula que hoy el 80 por ciento vienen de europeos. “No los conozco. Solo sé que son amigos de amigos que quieren ayudar”, cuenta Giulia.
Por: Germán Izquierdo @izquierdogerman