Una nueva brújula para sentirme en casa

Pilín León reside en la ciudad de Barranquilla desde 2010, lugar donde ha buscado a ayudar a sus connacionales venezolanos que llegan a la capital del Atlántico. | Por: CORTESÍA PILÍN LEÓN.


Cuando llegué a Colombia, hace una década, advertí que había perdido mi brújula
. Me perdía en las calles de Barranquilla, a pesar de la perfecta nomenclatura. No sabía si iba o venía, cuál era el norte, o mi norte, y hacia donde me dirigía. Había jurado jamás dejar mi casa, mi Caracas amada, con su cerro El Ávila, esa gran cordillera que señala el norte de todos los habitantes de la ciudad: el pulmón, la razón que permite al caraqueño no sentirse asfixiado entre tanto concreto, tantas autopistas y tanto tráfico. Para alguien tan desubicado como yo, el cerro era mi brújula de color verde. Por otro lado, y para más detalles, nací en Maracay, otra ciudad hermosa con su brújula propia: el primer parque nacional de Venezuela, el Henry Pittier, que guía y enorgullece a los maracayeros.

Así que llegué a Barranquilla, una ciudad al norte de Colombia, casi plana, a no ser por sus colinas que recogen el agua de lluvia y la llevan rauda y ferozmente al hermoso Río Magdalena, que desemboca frente a la ciudad. Pero en esta cálida ciudad, no solo por su gente, sino por sus 35° C de temperatura promedio en el año, ubicarse es una tarea ardua. No estoy acostumbrada a las direcciones, sino a las relaciones: cerca de la clínica tal, o al lado del edificio cual, o dos calles más abajo de qué sé yo.

Sentía que las calles me eran extrañas, aunque las hubiese recorrido muchas veces de arriba abajo.  Las bongas del Hotel del Prado no tenían sentido, tampoco el famoso Edif Miss Universo, ni el barrio el Golf ¿Por qué le habrán puesto ese nombre? (Me enteré años después), o el hermoso Barrio El Prado con sus casas parecidas a las de El Paraíso de Caracas, pero de las cuales ignoraba sus historias, sus familias y sus cuentos de brujas o de alegrías. A esta ciudad llegué a vivir sin que nadie me la presentara formalmente, ni a ella ni a sus arroyos (que es cuento para otra historia).

Luego de un lustro de exilio en Colombia, me llamaron para dirigir un evento del que era uno de mis clientes más fieles en Caracas. Fui productora de eventos corporativos, carrera que me dio muchas satisfacciones y me especialicé en congresos, convenciones y ferias. Pero, sobre todo, soy una activista comprometida con el retorno de las libertades para Venezuela. Y hasta el último momento, di discursos públicos en contra del régimen de Hugo Chávez en mi país, trabajé de la mano de grupos pro democracia y anti régimen. Aunque jamás en nombre de ningún partido político, participé en mítines públicos. Esto me dio aún más exposición, por lo que gané adversarios en el régimen.

Me atreví a viajar ese julio de 2014, con muchas dudas y miedo por las amenazas que, desde los medios de comunicación, altos personeros del gobierno de Chávez y luego de Maduro me habían hecho. Pero pudieron más las ganas y la ansiedad de ver a la patria de mis memorias, mi brújula verde, mi ciudad de grandes y deslumbrantes edificios de todos los colores y de todas las épocas. Esa llamada me hacía tener la excusa perfecta.

Al llegar a Caracas, al Aeropuerto de Maiquetía, ya me sentí en un mundo ajeno, alejado de los recuerdos que atesoraba. El aeropuerto, una vez lleno de mercancía de todos los lugares del mundo, tiendas de perfumería y licores, joyas y ropa lujosa, exhibía solo ron y chocolates. Pasé los controles migratorios y me encontré a mi querido amigo que me esperaba en la puerta de salida de equipajes. Me saludó con un abrazo caluroso y a continuación me dijo: “dejé el carro en el estacionamiento. Esconde el celular y quítate los anillos y la cadena, pareces extranjera, chica”.

Subimos a Caracas, por la que una vez fue la autopista que marcaba un antes y un después en la ingeniería de caminos y llegamos a la ciudad cada vez más ajena. Todo era rojo: puentes, postes, avisos, tanques, cualquier lugar tenía una capa de pintura roja encima, mal repasada, como pintada de urgencia. La ciudad dejó de tener el hermoso ambiente brillante de plata de sus barandales, o gris de su concreto, o blando de sus enormes tanques de petróleo del camino. Las marcas que antes abundaban en la publicidad, en vallas y avisos ya casi inexistentes, dieron paso a propaganda política, roja-rojita también. La ciudad entera tenía el aspecto de casa vieja, recién pintada pero no reparada, con sus defectos, filtraciones y descascaramientos mal disimulados debajo de esa simbólica capa carmín.

De camino al hotel, pregunte por mis amigos. Muchos ya no estaban en el país, otros solo prometieron llamarme, porque es muy peligroso circular por la ciudad después del trabajo. Cuando cae el sol, roban, asaltan, matan por un par de zapatos. Intenté hacer unas llamadas para avisar de mi arribo y Magín me recordó la advertencia: “esconde el celular, chica, ¡no ves que ya estás en Caracas?”.

Una nueva brújula para sentirme en casa
Una nueva brújula para sentirme en casa Cuando llegué a Colombia, hace una década, advertí que había perdido mi brújula. Me perdía en las calles de Barranquilla, a pesar de la perfecta nomenclatura. No sabía si iba o venía, cuál era el norte, o mi norte, y hacia donde me dirigía. Había jurado jamás dejar mi casa, mi Caracas amada, con su cerro El Ávila, esa gran cordillera que señala el norte de todos los habitantes de la ciudad: el pulmón, la razón que permite al caraqueño no sentirse asfixiado entre tanto concreto, tantas autopistas y tanto tráfico. Para alguien tan desubicado como yo, el cerro era mi brújula de color verde. Por otro lado, y para más detalles, nací en Maracay, otra ciudad hermosa con su brújula propia: el primer parque nacional de Venezuela, el Henry Pittier, que guía y enorgullece a los maracayeros.

Luego de su paso por la fama al ser Miss Mundo en 1981, Carmen Josefina León se dedica a ayudar a aquellos venezolanos que llegan a la ciudad Barranquilla.

Llegamos el hotel y enseguida nos pusimos a trabajar. Cumplí con mi itinerario de trabajo, solo estuve 5 días en la ciudad. Abracé a los que pudieron llegar a donde me encontraba. Me llené de tanto amor de familia como pude con los abrazos de los pocos primos que me visitaron. Comí algunas de esas comidas que mis anhelos llevaban años saboreando en mi mente: una reina pepiada, una arepa de pernil y visité a los chinos que siempre nos atendían en los almuerzos trabajo. Me llené de torontos y chocolate Savoy hasta que me dolió la barriga. A todo lo que pude lo unté de mantequilla Maracay. Hasta que llegó el temido día del regreso a Barranquilla.

Aterricé en el aeropuerto Ernesto Cortizos con una alegría hasta ahora indescriptible para mí. Al salir de migración, saludé a un par de conocidos que esperaban a familiares en la puerta de salida y enseguida cogí un taxi (no agarré como se dice en Venezuela). A medio camino, esa alegría se convirtió en una cálida sensación que invadió todo mi cuerpo. Supe dónde quedaba el Río Magdalena, lo intuí como quien toda la vida ha vivido en Barranquilla. Crucé las calles y avenidas habituales que me llevaban a mi casa, y en el camino fui dándome cuenta de todo lo nuevo que había.

Aquella calle de doble vía ahora solo marcaba un sentido. Por el tráfico de la ciudad, nos desviamos, pues estaban construyendo un puente peatonal donde antes la gente cruzaba la antigua vía de dos canales, convertida en gran avenida de cuatro. Recordé que en mi casa estaba reunida mi familia esperándome, mi perro, mis matas, mis hijos y nueras.  Llamé a mi esposo y le dije: “Ahora sí, llegué a mi casa”.

Por: Pilín León