En unas semanas comenzará el registro para aquellos venezolanos que quieran ‘regularizar’ su situación migratoria en Colombia, según lo dispuesto en el Estatuto Temporal de Protección. El gobierno ha comenzado a desplegar una campaña de expectativa y publicidad explicando lo que esta transición a la ‘regularidad’ conlleva. Con el Estatuto “sabremos quiénes viven en Colombia y con qué calificaciones cuentan los migrantes” mientras que “defenderemos la seguridad nacional”, y “abrazamos los derechos humanos”. La promesa oficial es una nueva era en la relación entre el Estado y los migrantes en Colombia.
Lo que ha sido menos comentado, sin embargo, es el origen de la ‘irregularidad’ que el Estatuto busca acabar. Esta no es un atributo inherente a las personas que se encuentran sin los permisos respectivos en Colombia o que han entrado a su territorio por puntos no oficiales. Tampoco es una condición objetivamente definida con base en criterios universales o leyes generales.
La irregularidad es una condición producida por el Estado mismo. Surge de la praxis y se convierte en un mecanismo para señalar y trazar una línea de control y vigilancia sobre personas migrantes y en movimiento, quienes en su mayoría se convierten en indocumentadas ante la necesidad de moverse y la inexistencia de rutas oficiales que les garanticen este derecho. De allí que la figura del ‘migrante irregular’ no esté exenta de sospecha ni de vulnerabilidad añadida. Esta describe una frágil relación, desigual a todas luces, entre el Estado y los individuos sujetos a esta condición.
Durante años en Colombia, el uso de este término fue apenas un interés de la institucionalidad. A finales de la década de 2000, con la apertura de rutas de tránsito migratorio a través de Colombia hacia Centro y Norteamérica, se comenzó a desterrar del vocabulario de autoridades y ciudadanos (sin éxito rotundo) la noción de ‘migrante ilegal’ importada de Estados Unidos. Con la normalización del tráfico y la trata de personas de terceros países a través de las fronteras colombianas en la década pasada, lo ‘irregular’ se consolidó como categoría jurídica en el gobierno de la movilidad humana en Colombia. Esta se convirtió en un mecanismo para afirmar tácitamente la autoridad soberana sobre aquellos no ciudadanos que, aunque no han incurrido en conductas punibles, han desacatado la arbitrariedad rutinaria de la frontera como límite a su movimiento.
Ya con el arribo progresivo de personas desde Venezuela lo irregular tomó un impulso estratégico en el gobierno de la movilidad a gran escala en Colombia. Habitantes de frontera que durante décadas habían cruzado entre uno y otro país sin necesidad de ornamentos burocráticos, de repente necesitaron adaptarse a la nueva realidad migratoria que les exigía documentos y permisos transitorios. Con esto se alteró irreparablemente la forma de vida en la zona, en donde el significado de la frontera es mucho más cercano al de unión, a diferencia de la idea de división percibida desde Bogotá o Caracas.
Mientras tanto la movilidad a gran escala, desconocida hasta entonces en Colombia, se erigía como una amenaza para autoridades y ciudadanos. Miles hasta hoy, en ejercicio de su libertad, se embarcan desde Venezuela hacia o a través de Colombia, dejando atrás el colapso económico y la disrupción social acentuada por la Covid-19. Pasaportes, visas y entradas por puestos de control pasan a un segundo plano, no por irresponsabilidad sino por necesidad. De estas personas, hoy cerca de un millón, son consideradas ‘irregulares’ por el Estado colombiano. Es la institucionalidad por acción, omisión, desconocimiento, estrategia o una combinación de estas, la que califica, señala e impone estas reglas de vida.
Lo interesante es que, en el discurso generalizado, se suele asociar que la persona, en su decisión de moverse a través de las fronteras asume la responsabilidad de convertirse en irregular y, con ello, el atenerse a las consecuencias frente a la institucionalidad. Pero observando con atención, se evidencia cómo la irregularidad es una condición producida por reglas de juego arbitrarias. Irregularizar es una técnica de control estatal, y la producción de sujetos irregularizados, su resultado.
Alrededor del Estatuto Temporal de Protección, el gobierno colombiano despliega hoy una estrategia de legitimación política, que presenta una voluntad solidaria, humanitaria si se quiere, para regularizar la estadía de cientos de miles de personas. Lo que no se dice abiertamente es que fue esa misma institucionalidad la que irregularizó a estos sujetos que hoy son foco de atención, y quienes serán supeditados a reglas de excepción bajo el proceso que ahora comienza. El Estatuto crea la obligación de compartir información personal para acceder al permiso de estadía, desestimula tácitamente las solicitudes de refugio, e incrementa las potestades de la autoridad migratoria sobre los venezolanos en Colombia, entre otros.
Con el proceso de regularización se mantiene y optimiza la vigilancia sobre los venezolanos en Colombia. Estas son las condiciones, parte de la letra pequeña, de la propuesta de integración migratoria en curso. Con esto se estiliza el gobierno de la migración, a través de términos que se usan y se adaptan, según las necesidades de la política. Más aún, con la regularización no acaba la irregularización. Al contrario. Se legitima el poder de esta última para señalar, definir y tomar acción sobre las personas que sean categorizadas como tales, en medio de marcos de excepcionalidad presentados como necesarios ante el humanitarismo que reviste el Estatuto.
* Mauricio Palma es Investigador Doctoral, Universidad de Warwick (Inglaterra).
Por: Mauricio Palma @xmpalmax