Para llegar a su trabajo como profesor universitario en Barcelona (estado Anzoátegui) Salvador Passalacqua, de 25 años, necesitaba dos cosas esenciales: dinero para los pasajes del bus y una navaja. La consiguió después de que le robaran el celular en el paradero.
Salvador empezó a trabajar en junio de 2016 como profesor en la Universidad Santa María apenas tres meses después de haberse graduado de Periodismo. Recuerda que, al igual que él, muchos recién egresados terminaron dictando clases en la universidad poco tiempo después de haber terminado de estudiar. “Es una situación particular, para ser profesor necesitas una hoja de vida gruesa, pero la crisis nos tiene así. Estamos llenando los espacios vacíos de quienes ya se han ido”, afirma Salvador.
Recuerda que por cada hora de clase recibía 150 bolívares, y el
transporte ida y vuelta desde su casa, en Puerto La Cruz, hasta la Universidad alcanzó a costarle 800 bolívares. “Prácticamente yo le pagaba la universidad por dar clases”, dice.
Casi todo el sueldo se le iba en pagar su transporte. No le alcanzaba para ayudar con los gastos de su casa en donde vivían también su mamá, su abuela y sus dos hermanas. Cada vez que iba a comprar comida tenía que hacer fila durante casi ocho horas, y a veces no conseguía nada. En siete meses, Salvador bajó 32 kilos.
Salvador se graduó el 25 de febrero de 2016 como Periodista. © Cortesía de Salvador Passalacqua
«El Estado era el único capaz de darnos, pero nos quitó las oportunidades de defendernos por nosotros mismos y lo más terrible: nos quitó el futuro. Los jóvenes ya no creen que sus carreras y oficios sirvan para algo; y los viejos no pueden, ni siquiera, ser enterrados dignamente».
Salvador Passalacqua
La situación era insostenible. Así que decidió migrar a Colombia, donde pensó que podría seguir estudiando y no estaría tan lejos de su familia. Además, tenía algunos conocidos en Ocaña (Norte de Santander) y en Bogotá que lo podían ayudar.
Su plan inicial era obtener una beca para extranjeros que ofrece el Instituto Colombiano de Crédito Educativo y Estudios Técnicos en el Exterior (Icetex) y así poder hacer una maestría en periodismo que le permitiera trabajar en Colombia. Para presentarse a la beca le exigían los certificados originales de estudios y salud, pero Salvador no pudo obtener este último.
En Venezuela, tramitar un documento demora más de lo que debe. Salvador cuenta que fue 12 veces a la oficina regional de salud y nunca respondieron a su solicitud. “Mi último recurso fue pagarle a alguien para que me diera el certificado que necesitaba”, cuenta con poco orgullo. Pagó 1.500 bolívares por el papel, pero no le funcionó. El documento no era legal y por eso no pudo obtener la beca que quería.
El único documento valido con el que Salvador pudo entrar a Colombia fue su pasaporte. © Cortesía de Salvador Passalacqua
“Migrar es un acto que se piensa demasiado, pero no se planifica”, afirma Salvador cuando recuerda que, aunque pensó cientos de veces en salir de Venezuela, no tenía nada listo cuando lo hizo.
Desde Puerto La Cruz, su ciudad natal, no hay una ruta directa hasta la frontera. Por eso, debía llegar a Barinas y de ahí subirse a otro bus que lo llevara hasta Táchira, en la frontera con Cúcuta. Pero debido a la escasez de gasolina, pocos buses salían del terminal de transportes y muchos menos hacia Barinas.
Salvador fue al terminal durante tres días seguidos hasta que por fin consiguió un pasaje para comenzar su huida. Regresó a su casa para recoger sus maletas y despedirse de su familia. Antes de irse, vio a su abuela llorando y a su mamá ondeando la bandera venezolana a través de la ventana del bus. En ese momento pensó en lo que estaba dejando atrás.
A Barinas llegó en la mañana del siguiente día, pero solo cerca del mediodía logró comprar uno de los últimos puestos en un bus con destino a Táchira. Había mucha gente en el terminal y la mayoría intentaba llegar a la frontera.
Después de dos días de viaje y de haber gastado 80.000 bolívares en transporte, por fin llegó al Puente Internacional Simón Bolívar. Pensó que tendría que sobornar a uno de los guardias venezolanos para poder cruzar la frontera, pero el militar en turno lo dejó seguir después de pedirle su pasaporte. A unos pasos más, en la caseta de Migración, selló su salida del país.
Volver a empezar
Salvador llegó a Bogotá sin beca y con solo 320.000 pesos en el bolsillo. Necesitaba un trabajo urgente para poder pagar el arriendo, su comida y ahorrar dinero y enviárselo a su familia.
Durante el viaje había hecho una parada en Ocaña y se había encontrado con a su amiga Yandris, una colombiana retornada con la que estudió el bachillerato. Se habían conocido a Venezuela cuando ella se fue a vivir allá con su familia. Cursaron juntos el último año de bachillerato y se hicieron amigos. Ella le dio varios consejos para que pudiera manejarse bien en Bogotá, su destino final.
“Uno llega donde conoce a otros que migraron así el proceso no es tan difícil”, dice hoy Salvador y cuenta que gracias a otras amigas encontró su primer trabajo en Bogotá. Le contaron que otros tres venezolanos trabajaban en una miscelánea en la calle 161 que pertenecía a unos chinos y le sugirieron pedir trabajo allí.
Llegó al lugar e inmediatamente la dueña lo atendió y le dio el puesto. El trabajo consistía en organizar los elementos del almacén, atender clientes e incluso limpiar el piso y los baños del lugar. Trabajaba todos los días de 8:00 de la mañana a 9 de la noche y le pagaban menos del salario mínimo. Si llegaba tarde le descontaban 5.000 pesos. “Acepté por la necesidad del dinero”.
En su instagram, Salvador publicó las fotos de Daniela, Ingrid y Marly , sus compañeras de trabajo tambien migrantes.
«Solo sé que hace diez días era periodista y profesor universitario y ahora trabajo con tres venezolanas indocumentadas en un supermercado chino, donde nos tratan como esclavos».
Salvador Passalacqua
TOMADO DE SU CRÓNICA “PERO EL INFIERNO NUNCA ESCAPA DE NOSOTROS”.
No duró más de quince días en ese lugar. Sabía que no iba a ser fácil establecerse en Colombia, pero dice que “las condiciones de ese trabajo son inhumanas. Yo vine a trabajar duro pero ahí era humillante. Nos controlaban hasta el tiempo para ir al baño, nos gritaban y la paga era muy poca”.
Él creyó que iba a terminar durmiendo en algún parque de Bogotá, porque después de haber renunciado no tenía con qué comer ni pagar un arriendo. Pero, una vez más, sus contactos en Colombia lo ayudaron. “Mis amigas me contactaron con una pareja de venezolanos que emigraron hace un par de años y ya están establecidos. Me acogieron en su casa y me dieron comida sin cobrarme nada. Así sobreviví un par de meses”.
Salvador estuvo con ellos hasta febrero de este año, cuando sacó el Permiso Especial de Permanencia (PEP) y encontró un trabajo como comunicador de un grupo de músicos. Ahora gana un salario mínimo, vive en el sector del Chorro de Quevedo, en el centro histórico de la ciudad, y trabaja a una cuadra de su casa. “Me gusta el sector. Se me parece a mi casa, pero extraño Venezuela”.
Desde que llegó a Bogotá, Salvador ha participado en eventos para hablar de la migración. © Cortesía de Salvador Passalacqua
En octubre, Salvaldor cumplió un año en Colombia. Su sueldo le alcanza para enviarle dinero a su familia y no debe preocuparse por hacer filas para conseguir comida, pero dice que no vive tranquilo. “No puedo evitar sentirme culpable cada vez que voy a la tienda y puedo comprar comida sin muchas complicaciones. Creí que el sentimiento de angustia iba a dejarme cuando saliera de Venezuela, pero no fue así. El infierno lo llevamos por dentro todos los que migramos”.
*Salvador escribió la crónica Pero el infierno nunca escapa de nosotros para el libro Florecer lejos de casa: testimonios de la diáspora, publicado por Konrad-Adenauer-Stiftung (KAS).
Por: Proyecto Migración Venezuela @MigraVenezuela