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Un abrazo en medio del viacrucis

Cada mañana, Mariángel deja a su hijo en el Centro Abrazar y sale a vender tintos por la localidad de Barrios Unidos, en Bogotá. | Por: ANDRÉS ROSALES

El pasado 21 de septiembre, Mariángel Barbosa, de 25 años, vendió por 35.000 pesos el pelo largo y brillante que había moldeado por una década. No tenía otra alternativa. Era eso o arriesgarse a que le hicieran daño.

Presa del pánico, pero con la fe intacta, cortó los mechones que aún escurrían agua del río Táchira, que acababa de atravesar con su hijo de 4 años. Ya en suelo cucuteño, los entregó como un boleto a una nueva vida. Atrás quedó Venezuela, en donde 30 días de trabajo en una tienda veterinaria ya no le alcanzaba ni para tres días de comida.

Ella dice que el hambre la empujó a migrar. Igual que a las cerca de dos mil personas que pasaban diariamente la frontera —de forma legal e ilegal— antes del cierre y de la cuarentena por la pandemia de la covid-19. Quizá también la desesperanza. Por meses consintió la idea. Conocía de la infancia a un miembro de los llamados colectivos chavistas que, según cuenta, tienen control del paso fronterizo con ayuda de los guerrilleros del ELN.

Un abrazo en medio del viacrucis
Un abrazo en medio del viacrucis El pasado 21 de septiembre, Mariángel Barbosa, de 25 años, vendió por 35.000 pesos el pelo largo y brillante que había moldeado por una década. No tenía otra alternativa. Era eso o arriesgarse a que le hicieran daño.

El Centro Abrazar tiene capacidad para atender a unos 70 niños de modo simultáneo. © Centro Abrazar.

El hombre, con el que creció en el barrio 23 de Enero, de Caracas, le dijo que no se preocupara. Que él la pasaba gratis. No fue así. Mariángel es una joven madre soltera, vivaz y alegre. Aunque su historia en Colombia tiene apenas seis meses, pareciera que no caben en ella todas las penurias y tristezas por las que ha pasado.

Una de ellas —relata con los ojos rojos y encharcados— el día que se tropezó con el cadáver de otro migrante que no resistió el frío del páramo de Berlín, entre los Santanderes. “Como me vio sola con mi hijo, un señor de un camión me dio la cola (un aventón, como dirían en Colombia) hasta Bucaramanga. En el camino vimos a alguien tendido en el piso. Me bajé desesperada, pero ya no había nada que hacer. En medio de la neblina, estaba boca abajo, solo se le veía la gorra tricolor”, cuenta sentada en un andén del barrio 12 de Octubre, en Bogotá, al lado de una canasta con termos de tinto hirviendo y vestida con una camiseta pulcramente roída por el uso.

Aunque su estatus migratorio todavía es irregular, está en el momento más feliz de su historia. Desde que llegó, ha trabajado en al menos siete empleos diferentes. Ha vendido dulces en la calle, ha limpiado mesas y casas, ha servido licor en un bar y hasta ha trabajado fabricando trampas para ratas. Ese día, sin embargo, no tenía que cumplir un horario. Había ahorrado lo suficiente para montar su propio negocio y volverse su propia jefe. “Empresaria del café”, dice orgullosa.

Un abrazo en medio del viacrucis
Un abrazo en medio del viacrucis El pasado 21 de septiembre, Mariángel Barbosa, de 25 años, vendió por 35.000 pesos el pelo largo y brillante que había moldeado por una década. No tenía otra alternativa. Era eso o arriesgarse a que le hicieran daño.

713.000 niños venezolanos habían llegado a Colombia hasta noviembre de 2019.  © Centro Abrazar.

EL  centro que la abrazó

El día que Mariángel decidió embarcarse con su hijo en una ilusión, lo hizo luego de colgar una llamada en la que le prometían trabajo en una finca en Cali. Durante la travesía que inició desde su natal Caracas, y que pretendía llegar al Valle del Cauca, esperó en vano un mensaje de confirmación. 

Pero nada. En Bogotá decidió no seguir su ruta. Recorrió la mayoría de centros de acogida y enfrentó con fiereza maternal los rigores del hambre y del frío. En el centro de la ciudad, en hospedajes de cinco mil pesos la noche, debió arreglárselas para evitar que la droga o la prostitución se imprimieran en la mente del pequeño. También había aprendido a esconderse de los policías. Temía que le quitaran al niño.

“Cuando en la noche nos íbamos para el camarote, jugaba con Juanda a que él no podía ver nada alrededor. Apenas lo metía bajo las cobijas, también jugábamos a taparnos los oídos. No quería que escuchara gente drogándose o prostituyéndose”, dijo con una voz que se apagaba por instantes.
 


Desde que llegó, ha trabajado en al menos siete empleos diferentes. Ha vendido dulces en la calle, ha limpiado mesas y casas, ha servido licor en un bar y hasta ha trabajado fabricando trampas para ratas.
 


Los servicios del lugar son gratuitos y le apuestan a garantizar los derechos de los niños y jóvenes para que no sean sometidos a pedir dinero en las calles.  © Centro Abrazar. 

Entonces sonríe. Se siente victoriosa. Está segura de que pese a los horrores y la desesperación que la han acompañado durante todo el viaje —300 días—, ha logrado mantener a su hijo al margen de las cosas malas. Aunque sabe que el peligro ha estado cerca. Una vez, de hecho, consiguió trabajo en un bar y debió dejar a su hijo al cuidado de otra venezolana, que conoció y contrató en la pensión donde se quedaba.

Un día descubrió que la mujer solía salir con su novio y regresar a altas horas de la noche, casi siempre ebria. “Ese día, la angustia y la tristeza casi me ganan la partida. Mi hijito había estado solito en medio de muchos peligros y yo no sabía nada”, asegura. Como sea, sentada en el andén del 12 de Octubre, volvió a decir que las cosas habían cambiado para bien. Su vida ahora giraba en torno a ese lugar de Bogotá, famoso por la Plaza de Mercado y porque se ufana de vender la mejor fritanga de la ciudad.

Ahí, en el segundo piso, la Secretaría Distrital de Integración Social montó hace poco más de un año el denominado Centro Abrazar, un lugar que acoge a niños colombianos o migrantes en situación de mendicidad, para protegerlos mientras sus padres trabajan.

En el Centro, los niños hacen diferentes actividades. Entre ellas, regar y aprender de una huerta.  © Centro Abrazar.  © Centro Abrazar. 

El Centro es operado por un equipo de 20 personas dentro de las cuales hay psicólogos, abogados, especialistas en primera infancia, un auxiliar de enfermería, talleristas y educadores. Actualmente, el lugar recibe a unos 70 niños, entre esos, el hijo de la venezolana. “’Abrazar’ ha sido para mí un alivio gigantesco. Allí le dan la comida y lo cuidan. Es un descanso en medio de este viacrucis”, dice Mariángel.

Los servicios del lugar son gratuitos y le apuestan a garantizar los derechos de los niños y jóvenes para que no sean sometidos a pedir dinero en las calles. A corte de 31 de diciembre de 2019, se han atendido 509 niños, niñas y adolescentes.
 

Por: Andrés Rosales @Andresiro